INTRODUCCIÓN

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LA IMPORTANCIA DE LA LEY

Cuando Wyclif escribió de su Biblia en inglés que «Esta Biblia es para el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», su enunciado no atrajo ninguna atención en lo que tiene que ver con su énfasis sobre la centralidad de la ley bíblica.
El que la ley debía ser la ley de Dios era algo que todos creían; el alejamiento de Wyclif de la opinión aceptada fue que el mismo pueblo no solo debería leer y saber esa ley sino que también debería, en algún sentido, gobernar y también ser gobernado por ella. En este punto, Heer tiene razón al decir que «Wycliffe y Hus fueron los primeros en demostrarle a Europa la posibilidad de una alianza entre la universidad y el anhelo de salvación de las personas. Fue la libertad de Oxford lo que sostuvo a Wyclif». El asunto tenía menos que ver con la iglesia o el estado que con gobernar por la palabra-ley de Dios.
Brin ha dicho, en cuanto al orden social hebreo, que difería de todos los demás en que se consideraba como cimentado y gobernado por la ley de Dios dada específicamente para el gobierno del hombre. No menos que el Israel antiguo, el cristianismo creía ser el ámbito de Dios porque se gobernaba por la ley de Dios según se presenta en las Escrituras. Hubo alejamientos de esa ley, variaciones de ella, y laxitud en la fidelidad a ella, pero el cristianismo se consideraba el nuevo Israel de Dios y no menos sujeto a su ley.
Cuando Nueva Inglaterra empezó su existencia como entidad legal, su adopción de la ley bíblica fue un retorno a las Escrituras y un retorno al pasado de Europa.
Fue un nuevo comienzo en términos de viejos cimientos. No fue un comienzo fácil, porque los muchos siervos que vinieron con los puritanos más tarde se rebelaron en pleno contra toda fe y orden bíblicas. No obstante, fue un regreso firme a los fundamentos del cristianismo. Así que los registros de la colonia de New Haven muestran que la ley de Dios, sin ningún tipo de innovación, fue hecha la ley de la colonia: 2 de marzo de 1641/2:
Y conforme al acuerdo fundamental hecho y publicado por consenso pleno y general, cuando la plantación empezó y se estableció el gobierno, de que la ley judicial de Dios dada por Moisés y expuesta en otras partes de las Escrituras, en tanto es un límite y una cerca a la ley moral, y no tiene ninguna referencia ni ceremonial ni típica a Canaán, tiene una equidad eterna en ella, y debe ser la regla de sus procedimientos. 3 de abril de 1644: Se ordenó que las leyes judiciales de Dios, según fueron entregadas por Moisés fueran una regla para todas las cortes de esta jurisdicción en sus procedimientos contra los ofensores.
Thomas Shepard escribió en 1649: «Porque todas las leyes, sean ceremoniales o judiciales, se pueden remitir al decálogo, como apéndices del mismo, o aplicaciones del mismo, y así abarcar todas las demás leyes como sumario suyo».
Es ilusorio sostener que tales opiniones fueron una aberración puritana antes que una práctica verdaderamente bíblica y un aspecto de la vida persistente del cristianismo. Es una herejía moderna la que sostiene que la ley de Dios no tiene significado ni ninguna fuerza obligatoria para el hombre de hoy. Es un aspecto de la influencia del pensamiento humanística y evolucionista sobre la iglesia cristiana, y plantea a un dios que evoluciona y se desarrolla. Este dios «dispensacional» se expresó en la ley en una edad temprana; y luego se expresó más tarde por gracia sola, y ahora tal vez va a expresarse de alguna otra manera.
Pero este no es el Dios de las Escrituras, cuya gracia y ley permanecen sin cambio en toda edad, porque, como Señor soberano y absoluto, no cambia, ni tampoco necesita cambiar. La fuerza del ser humano es lo absoluto de su Dios. Intentar estudiar las Escrituras Sagradas sin estudiar su ley es negarlas. Intentar entender la civilización occidental aparte del impacto de la ley bíblica en ella y sobre ella es buscar una historia ficticia y rechazar veinte siglos con todo su progreso.
La Institución de la Ley Bíblica tiene como propósito invertir la tendencia actual. Se llama «institución» en el significado antiguo de la palabra, o sea, principios fundamentales, en este caso, de la ley, porque la intención es ser un principio, una consideración que instituye esa ley que debe gobernar la sociedad, y que gobernará la sociedad bajo Dios.

1. LA VALIDEZ DE LA LEY BÍBLICA

Una característica central de las iglesias y de la predicación y enseñanza bíblica modernas es el antinomianismo, una posición contraria a la ley. El antinomiano piensa que la fe libra de la ley al creyente, y este no está fuera de la ley sino más bien muerto a la ley. No hay absolutamente ninguna garantía en las Escrituras para el antinomianismo.
La expresión «muerto a la ley», en verdad está en las Escrituras (Gá 2: 9; Ro 7: 4), pero se refiere al creyente en relación a la obra expiatoria de Cristo como el representante y sustituto del creyente; el creyente está muerto a la ley como acusación, como sentencia de muerte en contra suya, pues Cristo murió por él, pero el creyente está vivo a la ley en cuanto a la justicia de Dios.
El propósito de la obra expiatoria de Cristo fue restaurar al hombre a una posición de guardar el pacto en lugar de romperlo, capacitar al hombre para guardar la ley al libertarlo «de la ley del pecado y de la muerte» (Ro 8: 2), «para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros» (Ro 8: 4).
El hombre es restaurado a su posición de cumplidor de la ley. La ley, pues, tiene una posición de centralidad en la formulación de cargos contra el hombre (sentencia de muerte contra el hombre pecador); en la redención del hombre (el hecho de que Cristo, aunque fue perfecto cumplidor de la ley como el nuevo Adán, murió como sustituto del hombre), y en la santificación del hombre (proceso en que el hombre crece en la gracia conforme crece en su observancia de la ley, porque la ley es el camino a la santificación).
El hombre cuando es quebrantador del pacto está en «enemistad contra Dios» (Ro 8: 7) y está sujeto a «la ley del pecado y de la muerte» (Ro 8:2), mientras que el creyente está bajo «la ley del espíritu de vida en Cristo» (Ro 8: 2). La ley es una sola: la ley de Dios. Para el hombre que espera en el pabellón de los condenados a muerte de una prisión, la ley es muerte; para el piadoso, la misma ley que pone a otro en el corredor de la muerte, es vida, porque lo protege de los delincuentes a él y a su propiedad. Sin la ley, la sociedad colapsaría en la anarquía y caería en manos de matones.
La ejecución fiel y completa de la ley es muerte para el asesino pero vida para el piadoso. De manera similar, la ley en su dictamen sobre los enemigos de Dios es muerte; la ley en su cuidado sustentador y bendiciones es un principio de vida para el que acata la ley.
Dios, al crear al hombre, le ordenó que sojuzgara la tierra y se enseñoreara sobre ella (Gen 1: 28). El hombre, en su esfuerzo por establecer un dominio separado y jurisdicción autónoma sobre la tierra (Gen 3: 5), cayó en el pecado y la muerte.
Dios, a fin de restablecer su Reino, llamó a Abraham, y luego a Israel, a que fueran su pueblo, a que sojuzgaran la tierra, y se enseñorearan bajo Dios. La ley, según fue dada por medio de Moisés, estableció las leyes de una sociedad piadosa, del verdadero desarrollo del hombre bajo Dios, y los profetas repetidas veces volvieron a llamar a Israel a este propósito.
El propósito de la venida de Cristo fue en los términos del mismo mandato de la creación. Cristo como el nuevo Adán (1ª Co 15: 45) guardó perfectamente la ley.
Como el que lleva los pecados de los elegidos, murió para hacer expiación por sus pecados, para restaurarlos a su posición de justicia bajo Dios. A los redimidos se les llama de nuevo al propósito original del hombre, a ejercer señorío bajo Dios, a ser los que guardan el pacto, y a cumplir «la justicia de la ley» (Ro 8:4). La ley sigue siendo central en el propósito de Dios.
El hombre ha sido restablecido al propósito y llamamiento original de Dios. La justificación del hombre es por la gracia de Dios en Jesucristo; la santificación del hombre es mediante la ley de Dios.
Como el nuevo pueblo escogido de Dios, a los cristianos se les ordena hacer lo que no hicieron Adán en Edén ni Israel en Canaán. Un pacto, el mismo pacto bajo diferentes administraciones, todavía prevalece. Al hombre se le llama a producir la sociedad que Dios requiere.
La determinación del hombre y la historia proceden de Dios, pero la referencia de la ley de Dios es a este mundo. «El ocuparse del Espíritu es vida y paz» (Ro 8: 6), y tener una mentalidad espiritual no quiere decir ser del otro mundo sino aplicar bajo la dirección del Espíritu Santo a este mundo los mandatos de la palabra escrita.
Un cristianismo sin ley es una contradicción de términos: es anticristiano. El propósito de la gracia no es hacer a un lado la ley, sino cumplir la ley y capacitar el hombre para que la guarde. Si la ley era tan importante para Dios que se hizo necesaria la muerte de Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios, para que hiciera la expiación del pecado del hombre, ¡sería extraño que Dios procediera a abandonar la ley! La meta de la ley no es iniquidad, ni tampoco el propósito de la gracia es un desprecio inicuo del Dador de la gracia.
La creciente violación de la ley y el orden se debe atribuir primero que nada a las iglesias y su persistente antinomianismo. Si las iglesias son flojas respecto a la ley, ¿acaso la gente no van a serlo? Y la ley civil no se puede separar de la ley bíblica, porque la doctrina bíblica de la ley incluye toda la ley civil, eclesiástica, social, familiar, y toda otra forma de ley. El orden social que menosprecia a la ley de Dios se coloca a sí mismo en el corredor de la muerte: está destinado al juicio.

2. LA LEY COMO REVELACIÓN Y TRATADO

En toda cultura la ley es religiosa por su origen. Porque la ley gobierna al hombre y a la sociedad, porque establece y declara el significado de justicia y rectitud, la ley es ineludiblemente religiosa, puesto que establece en forma práctica los supremos intereses de una cultura. De igual manera, una premisa fundamental y necesaria en todo estudio de la ley debe ser,
Primero, un reconocimiento de esta naturaleza religiosa de la ley.
Segundo, se debe reconocer que en cualquier cultura la fuente de la ley es el dios de esa sociedad. Si la ley tiene su fuente en la razón del hombre, la razón es el dios de esa sociedad. Si la fuente es una oligarquía, una corte, senado o gobernante, esa fuente es el dios de ese sistema. Por eso, en la cultura griega la ley fue en esencia un concepto religiosamente humanístico.
A diferencia de toda ley derivada de una revelación, el nomos para los griegos se originaba en la mente (nous). Por tanto, EL nomos genuina no es una simple ley obligatoria, sino algo en lo cual una entidad válida en sí misma se descubre y se apropia. Es «el orden que existe (desde tiempo inmemorial), es válido y se pone en operación».
Debido a que para los griegos la mente era un ente con el orden supremo de las cosas, la mente del hombre era capaz de descubrir la ley suprema (nomos) con sus propios recursos, al penetrar por el laberinto de accidente y materia a las ideas fundamentales del ser. Como resultado, la cultura griega se volvió humanística, porque la mentalidad del hombre era una con lo supremo, y también neoplatónica, ascética y hostil al mundo de la materia, porque la mente, para ser fiel a sí misma, tenía que separarse de lo no-mente.
El humanismo moderno, la religión del Estado, ubica la ley en el Estado y hace del Estado, o del pueblo, representado por el Estado, el dios del sistema.
Como dijo Mao Tse-Tung: «Nuestro Dios no es otro que las masas del pueblo chino». En la cultura occidental, la ley ha ido pasando de Dios a las personas (o al estado) como su fuente, aunque el poder y la vitalidad históricos de Occidente han estado en la fe y la ley bíblicas.
Tercero, en una sociedad, cualquier cambio de la ley es un cambio de religión explícito o implícito. Es más, nada revela con mayor claridad el cambio religioso en una sociedad que una rebelión legal. Cuando los cimientos legales pasan de la ley bíblica a la ideología humanística, eso quiere decir que la sociedad deriva su vitalidad y poder del humanismo, y no del teísmo cristiano.
Cuarto, no es posible ningún desestablecimiento de la religión como tal en una sociedad. Una iglesia se puede desestablecer, y una religión en particular puede ser suplantada por otra, pero el cambio es a otra religión. Puesto que los cimientos de la ley son ineludiblemente religiosos, ninguna sociedad existe sin un cimiento religioso o sin un sistema de ley que codifique la moralidad de su religión.
Quinto, en un sistema de ley no puede haber tolerancia para otra religión. La tolerancia es un artificio que se usa para introducir un nuevo sistema de ley como preludio a una nueva intolerancia. El positivismo legal, fe humanística, ha sido salvaje en su hostilidad al sistema legal bíblico y ha aducido ser un sistema «abierto ». Pero Cohen, que dista mucho de ser cristiano, ha descrito muy bien a los positivistas lógicos como «nihilistas» y su fe como «absolutismo nihilista».
Todo sistema de ley debe mantener su existencia por hostilidad a todo otro sistema de ley y a cimientos religiosos foráneos, o de otra manera cometerá suicidio.
Al analizar ahora la naturaleza de la ley bíblica, es importante notar primero que, para la Biblia, la ley es revelación. La palabra ley en hebreo es Tora, que quiere decir instrucción, dirección autoritativa.
El concepto bíblico de la ley es más amplio que los códigos legales de la formulación mosaica. Se aplica a la palabra e instrucción divina en su totalidad: los profetas anteriores también usaron Tora para denotar la palabra divina proclamada por medio de ellos (Is 8:16, también el v. 20; Is 30:9; también tal vez Is 1: 10).
Aparte de esto, ciertos pasajes en los profetas más antiguos usaron la palabra Tora también para referirse al mandamiento de Yahvé que se escribió, como en Oseas 8:12. Además hay claramente ejemplos no solo de asuntos rituales, sino también de ética.
De ahí que en cualquier caso en este período Tora tenía el significado de una instrucción divina, sea que hubiera sido escrita mucho tiempo atrás como ley y preservada y pronunciada por un sacerdote, o si el sacerdote la estaba proclamando en ese momento (Lm. 2: 9; Ez 7: 26; Mal 2: 4s.), Dios comisiona al profeta para que la pronuncie para una situación definida (como tal vez en Is 30:9).
Así que lo que es objetivamente esencial en la Tora no es la forma sino la autoridad divina.
La ley es la revelación de Dios y su justicia. No hay base en las Escrituras para menospreciar la ley. Tampoco se puede relegar la ley al Antiguo Testamento y la gracia al Nuevo:
La tradicional distinción entre el AT como libro de la ley y el NT como libro de gracia divina no tiene base ni justificación. La gracia y misericordia divinas son la presuposición de la ley en el AT; y la gracia y el amor de Dios que se muestran en los eventos del NT dan entrada a las obligaciones legales del nuevo pacto.
Además, el AT contiene evidencia de una larga historia de desarrollos legales que se deben evaluar antes de que se entienda adecuadamente el lugar de la ley. Las polémicas de Pablo contra la ley en Gálatas y Romanos se dirigen contra un entendimiento de la ley que por ninguna manera es característico del AT como un todo.
No hay contradicción entre ley y gracia. La cuestión en la Epístola de Santiago es la fe y las obras, no la fe y la ley. El judaísmo había hecho de la ley la mediadora entre Dios y el hombre, y entre Dios y el mundo. Fue este concepto de la ley, y no la ley en sí misma, lo que Jesús atacó. Siendo él mismo el mediador, Jesús rechazó la ley como mediadora a fin de restablecer la ley al papel que le asignó Dios como ley, como camino a la santidad.
Estableció la ley al dispensar perdón como el legislador en pleno respaldo de la ley como la palabra convincente que hace pecadores a los hombres. La ley quedó rechazada solo como mediadora y como fuente de justificación. Jesús reconoció plenamente la ley, y la obedeció. Fueron solo las absurdas interpretaciones de la ley lo que rechazó.
Todavía más, No tenemos derecho a deducir de las enseñanzas de Jesús en los Evangelios que él haya hecho alguna distinción formal entre la ley mosaica y la ley de Dios. Como su misión no era abrogar, sino cumplir la ley y los profetas (Mt 5: 17), muy lejos de decir algo en descrédito de la ley mosaica o alentar a sus discípulos a asumir una actitud de independencia respecto a ella, expresamente reconoció la autoridad de la ley mosaica como tal, y a los fariseos como sus intérpretes oficiales (Mt 23: 1-3).
Con la consumación de la obra de Cristo, el papel de los fariseos como intérpretes terminó, pero no la autoridad de la ley. En la era del Nuevo Testamento, solo la revelación recibida apostólicamente fue base para cualquier alteración de la ley.
La autoridad de la ley siguió sin cambio: San Pedro, p. ej., requirió de una revelación especial antes de entrar en la casa del incircunciso Cornelio y admitir al primer convertido gentil a la iglesia mediante el bautismo (Hch 10: 1-48), paso que no dejó de levantar oposición de parte de los que «eran de la circuncisión» (cf. 11: 1-18).
La segunda característica de la ley bíblica es que es un tratado o pacto. Kline ha mostrado que la forma del otorgamiento de la ley, el lenguaje del texto, el prólogo histórico, el requisito de dedicación exclusiva al protector, Dios, el pronunciamiento de imprecaciones y bendiciones, y mucho más, señalan al hecho de que la ley es un tratado que Dios estableció con su pueblo. En verdad, «la revelación inscrita en las dos tablas fue más bien un tratado o pacto de protección antes que un código legal».
El sumario del pacto completo, los Diez Mandamientos, fue escrito en cada una de las dos tablas de piedra, una tabla o copia del tratado para cada una de las partes del tratado: Dios e Israel.
Las dos tablas de piedra, por consiguiente, no se deben asemejar a una estela que contiene una de la media docena, o algo así, de códigos legales anteriores o casi contemporáneos a Moisés como si Dios hubiera inscrito en estas tablas un cuerpo de ley. La revelación que contienen es nada menos que un epítome del pacto concedido por Yahvé, el Señor soberano del cielo y de la tierra, a su siervo elegido y redimido, Israel.
No ley, sino pacto. Eso se debe afirmar cuando estamos buscando una categoría comprehensiva lo suficiente para hacer justicia a esta revelación en su totalidad. Al mismo tiempo, la prominencia de las estipulaciones, reflejadas en el hecho de que «las diez palabras» son el elemento usado como pars prototo, señala la centralidad de la ley en este tipo de pacto.
Probablemente no hay dirección más clara concedida al teólogo bíblico para definir con énfasis bíblico el tipo de pacto que Dios adoptó para formalizar su relación con su pueblo que el dado en el pacto que le dio a Israel para que realizara, es decir, «los diez mandamientos ». Tal pacto es una declaración del señorío de Dios, consagrando a un pueblo para sí mismo en un orden de vida dictado soberanamente.
Esta última frase es necesario recalcarla: el pacto es «un orden de vida dictado soberanamente». Dios como el Señor soberano y Creador le da su ley al hombre como un acto de gracia soberana. Es un acto de elección, de gracia electora (Dt 7: 7ss; 8: 17; 9: 4-6, etc.).
El Dios al que le pertenece la tierra tendrá a Israel como propiedad suya, Ex 19:5. Es solo en base a la elección y dirección de la gracia de Dios que se dan los mandamientos divinos al pueblo, y por consiguiente el decálogo, Ex 20: 2, coloca al mismo principio el hecho de la elección.
En la ley se ordena la vida total del hombre: «No hay distinción de primer orden entre la vida interna y la externa; el santo llamamiento al pueblo se debe realizar en ambas».
La tercera característica de la ley bíblica o pacto es que constituye un plan de señorío bajo Dios. Dios llamó a Adán para que se enseñoreara en términos de la revelación de Dios, la ley de Dios (Gen 1: 26 ; 2: 15-17).
Este mismo llamamiento, después de la caída, se exigió de la línea consagrada, y en Noé se renovó formalmente (Gen 9: 1-17). Se renovó de nuevo con Abraham, con Jacob, con Israel en la persona de Moisés, con Josué, David, Salomón (cuyos Proverbios hacen eco de la ley), con Ezequías y Josías, y finalmente con Jesucristo.
El sacramento de la Cena del Señor es la renovación del pacto: «Esta es mi sangre del nuevo testamento » (o pacto), así que el sacramento mismo restablece la ley, esta vez con un nuevo grupo elegido (Mt 26: 28; Mr. 14: 24; Lc 22: 20; 1ª Co 11:25).
El pueblo de la ley es ahora el pueblo de Cristo, los creyentes redimidos por su sangre expiatoria y llamados por su elección soberana. Kline, al analizar Hebreos 9: 16, 17, en relación a la administración del pacto, observa: El cuadro sugerido sería el de los hijos de Cristo (. 2: 13) que heredan su dominio universal como su porción eterna (note 9: 15b; cf. también 1: 14; 2: 5; 6: 17; 11: 7ss).
Y tal es la maravilla del Testador-Mediador mesiánico que la herencia real de sus hijos, que entra en vigor solo mediante su muerte, es no obstante ¡de corregencia con el Testador vivo! Porque (para seguir la dirección tipológica provista por Heb 9: 16, 17 según la interpretación presente) Jesús es a la vez Moisés muriendo y Josué triunfando. No meramente en figura sino en verdad un Mediador real redivivo, asegura la dinastía divina al triunfar él mismo en el poder de la resurrección y la gloria de la ascensión.
El propósito de Dios al requerir de Adán que se enseñoreara en la tierra sigue siendo su palabra de pacto continuado: el hombre, creado a imagen de Dios y con la orden de sojuzgar la tierra y enseñorearse en ella en nombre de Dios, es llamado de nuevo a esta tarea y privilegio mediante su redención y regeneración.
La ley es por consiguiente la ley para el hombre cristiano y para la sociedad cristiana. Nada es más mortífero ni más perjudicial que la noción de que el creyente está en libertad respecto a la clase de ley que puede tener. Calvino, cuyo humanismo clásico ganó prestigio en este punto, dijo de la ley de los estados, de los gobiernos civiles:
Notaré de pasada de qué leyes puede (el estado) servirse santamente delante de Dios, y a la vez ser justo con los hombres. E incluso preferiría no tratarlo, si no fuera porque veo que muchos yerran peligrosamente en esto.
Porque hay algunos que piensan que un estado no puede ser bien gobernado si, dejando a un lado la legislación mosaica, no se rige por las leyes comunes de las demás naciones. Cuán peligrosa y sediciosa sea tal opinión lo dejo a la consideración de los otros; a mí me basta probar que es falsa e insensata.
Tales ideas, comunes en círculos calvinistas y luteranos, y en virtualmente todas las iglesias, son de todas formas tontería heréticas. Calvino favorecía «la ley común de las naciones». Pero la ley común de las naciones en su día era la ley bíblica, aunque extensamente desnaturalizada por la ley romana. Y esta «ley común de las naciones» estaba evidenciando cada vez más una nueva religión: el humanismo.
El calvinismo quería el establecimiento de la religión cristiana; no pudo tenerla, ni podía haber durado en Ginebra, sin la ley bíblica.
Dos eruditos reformados, al escribir sobre el estado, declaran: «Debe ser siervo de Dios, para nuestro bienestar. Debe ejercer justicia, y tiene el poder de la espada». Sin embargo estos hombres siguen a Calvino al rechazar la ley bíblica a favor de «la ley común de las naciones».
Pero, ¿puede el estado ser siervo de Dios y soslayar la ley de Dios? Y, si el estado «debe ejercer justicia», ¿cómo se define la justicia, por las naciones o por Dios? Hay tantas ideas de justicia como religiones.
La pregunta, entonces, es, ¿cuál ley para el estado? ¿Será la ley positiva, la ley de las naciones, una ley relativista? De Jongste y Van Krimpen, después de clamar por «justicia» en el estado, declaran: «Una legislación estática válida para todos los tiempos es una imposibilidad».
¡Vaya! Entonces, ¿qué en cuanto al mandamiento, la legislación bíblica, por favor, «No matarás», y «No robarás»? ¿Acaso no tienen el propósito de ser válidos para todo tiempo y en todo orden civil? Al abandonar la ley bíblica, estos teólogos protestantes acaban en un relativismo moral y legal.
Los eruditos católicos ofrecen la ley natural. El origen de este concepto es la ley y la religión romana. Para la Biblia, no hay ley en la naturaleza, porque es una naturaleza caída y no puede ser normativa. Es más, la fuente de la ley no es la naturaleza sino Dios. No hay ley en la naturaleza sino una ley que está por encima de la naturaleza: la ley de Dios.
Ni la ley positiva ni la ley natural pueden reflejar otra cosa sino el pecado y la apostasía del hombre: la ley revelada es la necesidad y privilegio de la sociedad cristiana. Es el único medio por el que el hombre puede cumplir su mandato de la creación de ejercer dominio bajo Dios. Aparte de la ley revelada, el hombre no puede decir que está bajo Dios sino en rebelión contra Dios.

3. LA DIRECCIÓN DE LA LEY

Para entender la ley bíblica, es necesario entender también ciertas características básicas de esa ley. Primero, se declaran ciertas premisas o principios amplios.
Estas son declaraciones de ley básica. Los Diez Mandamientos nos dan esas declaraciones.
Los Diez Mandamientos no son, por consiguiente, leyes entre leyes, sino leyes básicas, de las cuales las varias leyes son ejemplos específicos. Un ejemplo de tal ley básica es Éxodo 20:15 (Dt 5:19): «No hurtarás».
Al analizar este mandamiento, «no hurtarás», es importante notar,
(A) que esto es positivamente el establecimiento de la propiedad privada, aun cuando, negativamente, castiga los atentados contra la propiedad. El mandamiento, de este modo, establece y protege un aspecto básico de la vida. Pero,
(B) incluso más importante, este establecimiento de propiedad parte, no del estado ni del hombre sino del Dios soberano y omnipotente. Todos los mandamientos tienen su origen en Dios, quien, como Señor soberano, dicta leyes que gobiernan su reino. Es más, se deduce que,
(C) puesto que Dios decreta la ley, cualquier ofensa contra la ley es una ofensa contra Dios. Sea que la ley se refiera a propiedad, persona, familia, trabajo, capital, iglesia, estado o cualquier otra cosa, su primer marco de referencia es a Dios. En esencia, romper la ley es ir de lleno contra Dios, puesto que todo y toda persona es creación suya. Pero David declaró, con referencia a sus actos de adulterio y asesinato: «Contra ti, contra ti solo he pecado, Y he hecho lo malo delante de tus ojos» (Sal 51: 4). Esto quiere decir, entonces,
(D) que la anarquía también es pecado, o sea, que cualquier acto de desobediencia civil, de familia, eclesiástico u otro acto social, es también una ofensa religiosa a menos que la desobediencia sea por obedecer primero a Dios.
Con esto en mente, de que la ley,
Primero, establece principios amplios y básicos, examinemos una segunda característica de la ley bíblica, es decir, que una porción principal de la ley es norma jurídica, o sea, ilustración del principio básico en términos de casos específicos.
Estos casos específicos a menudo son ilustraciones del alcance de la aplicación de la ley; es decir, al citar un tipo mínimo de caso, se revelan las jurisdicciones necesarias de la ley. Para evitar que tengamos excusa alguna para no entender y utilizar este concepto, la Biblia nos da su propia interpretación de tal ley, y la ilustración, que fue dada por San Pablo, deja en claro el respaldo a la ley que da el Nuevo Testamento.
Citamos, por consiguiente,
Primero, el principio básico,
Segundo, la norma jurídica y,
Tercero, la declaración paulina de la aplicación de la ley:
1. No hurtarás. (Ex 20: 15). La ley básica, declaración de principios.
2. No pondrás bozal al buey que trilla (Dt 25: 4). Ilustración de la ley básica, una norma jurídica.
3. Porque en la ley de Moisés está escrito: No pondrás bozal al buey que trilla. ¿Tiene Dios cuidado de los bueyes, o lo dice enteramente por nosotros?
Pues por nosotros se escribió; porque con esperanza debe arar el que ara, y el que trilla, con esperanza de recibir del fruto. Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio (1ª Co 9: 9, 10, 14; el pasaje entero, 9: 1-14, es una interpretación de la ley).
Pues la Escritura dice: «No pondrás bozal al buey que trilla». Y, «Digno es el obrero de su salario» (1ª Ti 5: 18, cf. v. 17; la ilustración es para recalcar el requisito de «honor», o «doble honor» a presbíteros o ancianos, o sea, pastores de la iglesia). Estos dos pasajes ilustran lo que se pide, «No hurtarás», en términos de una norma jurídica específica, y revela el alcance de ese caso en sus implicaciones.
En su Epístola a Timoteo, Pablo se refiere a la ley que en efecto declara, como norma jurídica, que «digno es el obrero de su salario».
La referencia es a Levítico 19:13: «No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás.
No retendrás el salario del jornalero en tu casa hasta la mañana»; y a Deuteronomio 24:14: «No oprimirás al jornalero pobre y menesteroso, ya sea de tus hermanos o de los extranjeros que habitan en tu tierra dentro de tus ciudades» (v. 15). Jesús citó esto, Lucas 10:7: «el obrero es digno de su salario».
Si es pecado privarle a un buey de su comida, entonces también es pecado estafarle el salario a un hombre: es robo en ambos casos. Si robo es como Dios clasifica una ofensa contra un animal, ¿cuánto más lo será una ofensa contra el apóstol y ministro de Dios? La implicación entonces es que mucho más mortífero robarle a Dios. Malaquías lo dice con toda claridad:
¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado. Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde.
Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra, ni vuestra vid en el campo será estéril, dice Jehová de los ejércitos. Y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque seréis tierra deseable, dice Jehová de los ejércitos (Mal 3: 8-12).
Este tipo de norma jurídica ilustra no solo el significado de la norma jurídica en las Escrituras, sino también su necesidad. Sin norma, la ley de Dios pronto quedaría reducida a un ámbito en extremo limitado de significado. Esto, por supuesto, es lo que ha sucedido. Los que niegan la presente validez de la ley aparte de los Diez Mandamientos tienen como consecuencia una definición muy limitada de robo. Su definición por lo general se guía por la ley civil de su país, es humanística, y no es radicalmente diferente de las definiciones que dan los musulmanes, budistas y humanísticas. Pero, al analizar más tarde los casos de ley ilustrativos del precepto de «no hurtarás», veremos cuán largo alcance tiene su significado.
La ley, entonces,
Primero enuncia principios;
Segundo, cita casos para desarrollar las implicaciones de esos principios, y,
Tercero, tiene como propósito y rumbo la restitución del orden de Dios.
Este tercer aspecto es básico para la ley bíblica, e ilustra de nuevo la diferencia entre la ley bíblica y la ley humanística. Según un erudito, «la justicia en su sentido verdadero y propio es un principio de coordinación entre seres subjetivos».
Tal concepto de justicia no solo es humanístico sino también subjetivo. En lugar de un orden objetivo básico de justicia, hay más bien solo una condición emocional llamada justicia.
En un sistema de ley humanista, la restitución es posible y a menudo existe; pero, insisto, no es la restauración del orden fundamental de Dios sino de la condición del hombre. La restitución, entonces, es enteramente al hombre.
 La ley bíblica requiere restitución a la persona ofendida, pero incluso más básico a la ley es el requisito de la restauración del orden de Dios. No son solo los tribunales los que operan en términos de restitución. Para la ley bíblica, la restitución es, en verdad,
(A) algo que los tribunales deben exigir a todos los ofensores; pero, incluso más,
(B) es el propósito y rumbo de la ley en su totalidad, la restauración del orden de Dios, una creación gloriosa y buena que glorifica a su Creador. Todavía más,
(C) la divina corte soberana y la ley operan en términos de restitución en todo momento, para maldecir la desobediencia y estorbar con ello su reto y la devastación del orden de Dios, y para bendecir y prosperar la restauración obediente del orden de Dios.
La declaración de Malaquías respecto a los diezmos, para volver a nuestra ilustración, implica esto y, en verdad, lo indica explícitamente: que son «Malditos con maldición» por robarle a Dios sus diezmos. Por consiguiente, sus campos no son productivos, puesto que trabajan contra el propósito restrictivo de Dios.
La obediencia a la ley divina del diezmo, honrando en lugar de robarle a Dios, inundará a su pueblo con bendiciones. La palabra «inundación» es apropiada: la expresión «las cataratas de los cielos fueron abiertas» trae a colación el diluvio (Gen 7: 11), que fue un ejemplo clásico de una maldición. Pero el propósito de la maldición también es la restitución: la maldición impide que los injustos subviertan el orden de Dios.
Los hombres de la generación de Noé fueron destruidos en sus propósitos perversos, puesto que conspiraron contra el orden de Dios (Gen 6: 5), a fin de instituir los procesos de restauración por medio de Noé.
Pero, volvamos a nuestra ilustración original de la ley bíblica: «No hurtarás». El Nuevo Testamento ilustra la restitución después de una extorsión bajo la forma de impuestos injustos en la persona de Zaqueo (Lc 19: 2-9), a quien se declaró salvo después de anunciar su intención de hacer plena restitución.
La restitución está bien en mente en el Sermón del Monte (Mt 5: 23-26). Un erudito dijo: En Efesios 4:28, San Pablo muestra cómo se debía aplicar el principio de restitución. El que había sido ladrón no solo debe dejar de robar, sino también debe trabajar con sus manos para que pueda restaurar lo que había tomado indebidamente, pero en caso de que no se pudiera hallar a los que habían sufrido el daño, la restitución se debía hacer a los pobres.
Este hecho de restitución o restauración se expresa, en su relación a Dios, de tres maneras.
Primero, hay la restitución o restauración de la palabra ley soberana de Dios mediante proclamación. San Juan el Bautista, mediante su predicación, restauró la palabra ley a la vida del pueblo de Dios. Jesús lo declaró así: «A la verdad, Elías viene primero, y restaurará todas las cosas. Mas os digo que Elías ya vino, y no le conocieron» (Mt 17: 11, 12).
Segundo, la restauración que viene al sujetar todas las cosas a Cristo y establecer un orden santo en el mundo (Mt 28:18-20; 2 Co 10:5; Ap. 11:15, etc.). Tercero, con la segunda venida hay una restauración total, final, que viene con la Segunda Venida, y hacia la cual se mueve la historia; la Segunda Venida es el acto total y culminante, y no el único acto de «los tiempos de la restauración» (Hch 3: 21).
El pacto de Dios con Adán le exigía que se enseñoreara sobre la tierra y la sojuzgara (Gen 1: 26) bajo Dios y según la palabra-ley de Dios. Esta relación del hombre con Dios fue un pacto (Os 6: 7). Pero toda la Escritura parte de la verdad de que el hombre siempre está en una relación de pacto con Dios.
Todos los tratos de Dios con Adán en el paraíso presuponen esta relación personal, porque Dios hablaba con Adán y se le revelaba, y Adán conocía a Dios al aire del día. Además, la salvación siempre se presenta como el establecimiento y realización del pacto de Dios, esta relación de pacto no se debe concebir como algo incidental, como un medio para un fin, como una relación que fue establecida mediante un acuerdo, sino como una relación fundamental en la cual Adán estuvo ante Dios en virtud de su creación.
La restauración de esa relación de pacto fue la obra de Cristo, su gracia para con sus elegidos. El cumplimiento de ese pacto es su gran comisión: someter todas las cosas y todas las naciones a Cristo y a su palabra ley.

El mandato de la creación fue precisamente el requisito de que el hombre sojuzgara la tierra y se enseñoreara sobre ella. No hay ni una sola palabra en las Escrituras que indiquen o impliquen que este mandato haya sido revocado. Hay palabras en las Escrituras que declaran que este mandato debe cumplirse y se cumplirá, y «la Escritura no puede ser quebrantada», según Jesús (Jn 10: 35). Los que intenten violarla serán quebrantados.

EL QUINTO MANDAMIENTO: 1. LA AUTORIDAD DE LA FAMILIA

INTRODUCCIÓN

Antes de analizar la ley bíblica con respecto a honrar a los padres, y su autoridad, es necesario notar el extenso socavamiento de la doctrina bíblica de la familia.
En los diez mandamientos, cuatro leyes tienen que ver con la familia, tres de ellas directamente: «Honra a tu padre y a tu madre», «No cometerás adulterio»,
«No hurtarás», y «No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo» (Éx 20: 12, 14, 15, 17). El hecho de que la propiedad (y de aquí el robo) se orientaba a la familia aparece no solo en toda la ley, sino en el décimo mandamiento: codiciar, sea la propiedad, la esposa o los criados de otro, era un pecado contra la familia del prójimo. La familia es claramente central a la forma bíblica de la vida, y es la familia bajo Dios lo que tiene esta centralidad.
Pero se debe añadir que esta perspectiva bíblica es ajena a la cosmovisión darwiniana. El pensamiento evolucionista concede la centralidad de la familia, pero solo como hecho histórico. Se ve a la familia como la gran institución primitiva que ahora rápidamente está siendo superada, pero que es importante para los estudios del pasado evolucionista del hombre.
Se ve a la familia como la antigua colectividad o colectivismo que debe dar paso a «la nueva colectividad». Como el antiguo colectivismo que resiste el cambio, científicos sociales, educadores y clérigos evolucionistas atacan continuamente a la familia.
La antropología evolucionista que sirve de base de este ataque le debe mucho, después de Darwin a William Robertson Smith (1846-1894), La religión de los semitas. Darwin y Smith a su vez le dieron a Sigmund Freud (1856-1939) sus premisas básicas. En términos de esta perspectiva, según lo presenta Freud (pero también popularizados por La rama dorada, de Sir James G. Frazer), los orígenes de la familia están en el pasado primitivo del hombre antes que en el propósito creador de Dios.
La «horda primitiva», o sociedad primitiva, estaba dominada por el «padre primitivo violento», que expulsaba a los hijos y tenía posesión sexual exclusiva de la madre y las hijas. «El origen de la moralidad en cada uno de nosotros» viene del complejo de Edipo.
Los hijos rebeldes, que envidiaban y temían al padre, se unían, mataban y se comían al padre, y luego poseían sexualmente a la madre y a las hermanas. Su remordimiento y cargo de conciencia por sus acciones produjo tres tabúes básicos para el hombre: el parricidio, el canibalismo y el incesto. Para Freud, en el cristianismo, el hijo hace expiación en la cruz por matar al padre, y el canibalismo se transforma en sacramento: la comunión.
Con esto en mente, podemos entender por qué los antropólogos pueden decir:
«La familia es el más fundamental de todos los grupos sociales, y es universal en su distribución». La próxima oración nos informa, sin embargo, que la familia es una forma social «determinada culturalmente», o sea, es en su totalidad un producto evolucionista de la cultura del hombre. De igual forma, el tema de la «religión y ritos» se introduce en el curso de un análisis de la «extensión del parentesco».
El poder del padre y la seguridad de la familia están en la religión proyectada contra el medio ambiente hostil para darle al hombre un parentesco y favor participante.
De igual manera, se nos dice, hay dos clases de religiones, la religión de la madre, y la religión del padre.
Por esto, Van der Leeuw escribió:
«No hay nada más sagrado en la tierra que la religión de la madre, porque nos lleva de vuelta al secreto más profundo del alma, a la relación entre el hijo y su madre»; en estos términos Otto Kern ha cristalizado la esencia de nuestro tema. Creyendo que detrás de Poder se puede ver el bosquejo de una Forma, el hombre reconoce los rasgos de su propia madre; su soledad al verse confrontado con el Poder se transforma por tanto en la relación íntima con la madre.
El origen de los cultos de la fertilidad se ve en la adoración de la madre, una invocación a la fertilidad y también a un retorno a la seguridad del vientre. El culto a la madre conduce con el tiempo al culto del padre. Según Van der Leeuw, «para todo hombre su madre es una diosa, tal como su padre es un dios».
Todavía más, «la madre crea vida; el padre historia»; o sea, las religiones del culto a la fertilidad son cuestiones de prehistoria, y de culturas primitivas, en tanto que el padre como dios es una etapa del desarrollo del hombre en la historia. Van der Leeuw admitió, al comentar sobre Isaías 63: 16 y 64: 8, que el Dios bíblico «no es la figura del generador sino de un creador, cuyas relaciones con el hombre son el preciso opuesto del parentesco, y ante las cuales el hombre se postrará en dependencia profunda pero confiada», pero, habiendo notado esto, volvió a su tesis evolucionista.
La religión, pues, se ve como una proyección de la familia, y la familia debe, por consiguiente, ser destruida a fin de que la religión también pueda ser destruida. Pero eso no es todo. También se ve de manera similar a la propiedad privada como un resultado de la familia, y la abolición de la propiedad privada requiere la destrucción de la familia. Van der Leeuw habló de la relación entre la familia y la propiedad:
Entre muchos pueblos, todavía más, la propiedad también juega una parte en el elemento común de la familia. Porque la propiedad no es solo el objeto que el dueño posee. Es un poder, y en verdad un poder común. Así que hallamos el elemento común de la familia ligado a la sangre y a la propiedad; pero no está confinado a esto, porque es sagrado, y por consiguiente no se puede derivar sin ningún resto de lo dado.
Según Hoebel,
La naturaleza esencial de la propiedad se debe hallar en las relaciones sociales antes que en cualquier atributo inherente de la cosa u objeto que llamamos propiedad. La propiedad, en otras palabras, no es una cosa, sino una red funcional de relaciones sociales que gobierna la conducta de las personas con respecto al uso y disposición de las cosas.
Este es un truquito típico del intelectual humanística moderno: ¡deshacerse de un problema eliminándolo por definición! Para Hoebel, la propiedad no es «una cosa, sino una red funcional de relaciones sociales». Y, ¿qué gobiernan estas relaciones sociales? La última palabra de Hoebel lo dice claramente: ¡gobiernan cosas! ¿Qué son estas cosas si no propiedad?
Pero fue Federico Engels el que indicó más claramente el caso humanístico (y la tesis «marxista») respecto a la relación entre la propiedad y la familia. La familia monógama, sostenía, «se basa en la supremacía del hombre, y su propósito expreso es producir hijos de paternidad indisputable; tal paternidad se exige porque estos hijos deben más tarde llegar a la propiedad de su padre como sus herederos naturales».
La monogamia ha reducido la importancia de las mujeres y ha conducido a «la brutalidad hacia las mujeres que se esparce desde la introducción de la monogamia». La monogamia, y la familia individual moderna, descansa o «se basa en la esclavitud doméstica abierta u oculta de la esposa».
El matrimonio de grupo original ha dado lugar al matrimonio de pareja, y, finalmente, a la monogamia, cuyos concomitantes son «el adulterio y la prostitución». El comunismo quisiera abolir tanto la monogamia tradicional como la propiedad privada:
Nos estamos acercando a una rebelión social en la cual los cimientos económicos de la monogamia según ha existido hasta aquí desaparecerán con tanta certeza cómo los de su complemento: la prostitución. La monogamia surgió de la concentración de riqueza considerable en manos de un solo individuo un hombre y de la necesidad de legar esta riqueza a los hijos de ese hombre y a nadie más.
Habiendo surgido de causas económicas, ¿desaparecerá entonces la monogamia cuando estas causas desaparezcan? 0 Uno pudiera responder, y no sin razón: lejos de desaparecer, por el contrario, se realizará por completo. Porque con la transformación de los medios de producción en propiedad social desaparecerá también el trabajo pagado, el proletariado, y por consiguiente la necesidad de un cierto número estadísticamente calculable de mujeres que se entreguen por dinero.
La prostitución desaparece; la monogamia, en lugar de colapsar, por lo menos se vuelve una realidad también para los hombres. Con la transferencia de los medios de producción a propiedad común, la familia individual deja de ser la unidad económica de la sociedad.

LOS QUEHACERES DOMÉSTICOS PRIVADOS SE TRANSFORMAN EN INDUSTRIA SOCIAL.

El cuidado y educación de los hijos se vuelve un asunto público; la sociedad cuida a todos los niños por igual, sean legítimos o no. Esto elimina toda la ansiedad en cuanto a las «consecuencias» que hoy es el factor social más esencial moral tanto como económico que impide que una muchacha se entregue por completo al hombre que ama.
¿No será eso suficiente para producir un crecimiento gradual de relaciones sexuales sin cortapisas y con una opinión pública más tolerante respecto al honor de una doncella y a la vergüenza de una mujer? Y, finalmente, ¿no hemos visto que en el mundo moderno la monogamia y la prostitución son en verdad contradicciones, pero contradicciones inseparables, polos del mismo estado de la sociedad?
¿Puede la prostitución desaparecer sin arrastrar consigo a la monogamia al abismo?.
El concepto de Engels del matrimonio era que es un lazo de fácil disolución basado solo en el amor, con libertad para toda asociación sin castigo. Queda muy claro que el matrimonio bíblico quedaría abolido con la abolición de la propiedad privada.
Se hace evidente entonces por qué la educación humanística moderna, y en especial la educación marxista, es tan hostil a la familia, tan claramente dedicada a reemplazar la «vieja colectividad» de la familia con «la nueva colectividad»: el estado. Destruir la familia bíblica monógama quiere decir, desde su perspectiva, la destrucción, primero, de la religión, y segundo, de la propiedad privada. El marxista quiere «emancipar» a la mujer haciéndola una obrera industrial. Esto es «emancipación» por definición, porque liberta a la mujer del complejo bíblico de propiedad-religión-matrimonio.
A fin de contrarrestar estos conceptos humanísticos de la familia y del papel de los padres, hay que entender y recalcar la doctrina bíblica de la familia que muy claramente se centra en Dios. La doctrina humanística de la familia se centra en el hombre y se centra en la sociedad. Se ve a la familia como una institución social, que, en el curso de la evolución, proveyó la original y «vieja colectividad» y que ahora debe dar paso a la «nueva colectividad» conforme la humanidad se vuelve la verdadera familia del hombre.
Como ya se señaló, la primera característica de la doctrina bíblica es que a la familia se le ve en términos de una función y origen centrados en Dios. La familia es parte del propósito de Dios para el hombre, y su función para la gloria de Dios en su verdadera forma, así como también para permitirle al hombre su autorrealización bajo Dios.
Segundo, Génesis 1:27-30 deja en claro que Dios creó al hombre para que domine la tierra y ejerza dominio sobre ella bajo Dios. Aunque originalmente solo Adán fue creado (Gn 2:7), el mandato de la creación claramente se da al hombre en el estado casado, y con la creación de la mujer en mente. Entonces, el llamado a subyugar la tierra y ejercer dominio sobre ella es esencial para la función de la familia bajo Dios, y para el papel del hombre como cabeza de la familia.
Esto le da a la familia una función posesiva: subyugar la tierra y ejercer dominio sobre ella incluye a las claras la perspectiva bíblica de la propiedad privada. El hombre debe llevar a toda la creación el orden-ley de Dios, ejerciendo poder sobre la creación en nombre de Dios. La tierra fue creada «muy buena» pero todavía estaba sin desarrollarse en términos de subyugación y posesión por el hombre, el gobernador que Dios designó.
Este gobierno es particularmente el llamado del hombre como esposo y padre, y el de la familia como una institución. La caída del hombre no ha alterado este llamado, aunque ha hecho su cumplimiento imposible aparte de la obra regeneradora de Cristo.
Tercero, este ejercicio de dominio y posesión es claro que incluye responsabilidad y autoridad. El hombre es responsable ante Dios de su uso de la tierra, y debe, como gobernante fiel, desempeñar su llamado solo en términos del decreto o palabra real de su Soberano. Su llamamiento le confiere también autoridad por delegación. Dios le da al hombre autoridad sobre su familia y sobre la tierra. En el esquema marxista, la transferencia de la autoridad de la familia al estado ridiculiza toda idea de la familia como una institución.
La familia es, para todo propósito práctico, abolida cuandoquiera que el estado determina la educación, vocación, religión y disciplina del hijo. La única función restante para los padres es la procreación, y, mediante regulaciones del control de los nacimientos, esto también está sujeto ahora a un papel decreciente.
La familia en tal sociedad no es más que una reliquia del viejo orden, manteniéndose solo subrepticia e ilegalmente, y sujeta en todo momento a la autoridad del estado que interviene. En todas las sociedades modernas, la transferencia de la autoridad de la familia al estado se ha logrado en varios grados.
En la perspectiva bíblica, la autoridad de la familia es básica para la sociedad, y es autoridad que se centra en Dios. De aquí la división común de los mandamientos en dos tablas, o dos lados, de cinco cada uno, con el quinto mandamiento colocado junto a los que tienen que ver con el deber del hombre a Dios.
El significado de la familia, pues, no se debe buscar en la procreación sino en la autoridad y la responsabilidad centrada en Dios en términos de llamado del hombre a subyugar la tierra y ejercer dominio sobre ella.
Cuarto, la función de la mujer en este aspecto del orden ley de Dios es ser una ayuda idónea para el hombre en el ejercicio de su dominio y autoridad. Esta provee compañerismo en su llamamiento (Gn 2: 18) de modo que hay una comunidad en la autoridad, con la preeminencia clara del hombre.
El pecado del hombre es intentar usurpar la autoridad de Dios, y el pecado de la mujer es intentar usurpar la autoridad del hombre, y ambos esfuerzos son una futilidad mortal. Eva ejerció el liderazgo al someterse a la tentación; guió a Adán en lugar de dejarse guiar; Adán sucumbió al deseo de ser como Dios (Gn 3: 5), en tanto que actuaba menos que hombre al someterse al liderazgo de Eva.
Pero la autoridad de la mujer como ayuda idónea no es menos real que la de un primer ministro ante el rey; el primer ministro no es un esclavo porque no sea un rey, ni tampoco la mujer una esclava porque no sea un hombre.
La descripción de la mujer virtuosa, o esposa consagrada, en Proverbios 31:10-31 no es la de una esclava impotente ni de una parásita hermosa, sino más bien la de una muy competente esposa, administradora, mujer de negocios, y madre; una persona de autoridad real.

La clave, por consiguiente, para la doctrina bíblica de la familia se debe hallar en el hecho de su autoridad central, y el significado consecuente.