INTRODUCCIÓN
La palabra propiedad, en un tiempo una de las
palabras más prestigiosas del mundo, ha llegado en años recientes a tener una
mala connotación debido al ataque socialista deliberado contra el concepto. La
palabra, sin embargo, fue importante lo suficiente para ser un aspecto básico
de libertad para los hombres durante la Guerra de Independencia estadounidense,
cuando el clamor de arenga era «Libertad y propiedad».
Ahora, sin embargo, incluso los
que más defienden la propiedad se cohíben de su uso más amplio: la inclusión de
personas. La mayoría de mujeres se resentirían si se les describe como propiedad. Pero la palabra propiedad se debe considerar más bien
como un término altamente posesivo y afectuoso antes que frío.
Viene del adjetivo latino propius, que quiere decir «no común
con otros, especial, separado, individual, peculiar, particular, apropiado».
También tiene el sentido de «duradero, constante, permanente». San Pablo dice
claramente que el esposo y la esposa, respecto al sexo, tienen un derecho de
propiedad del uno al otro (1ª Co 7:4, 5).
Incluso más, se puede decir que
un hombre tiene a su esposa como su propiedad, y también a sus hijos. Pero
debido a que su esposa e hijos tienen ciertos derechos individuales, particulares,
especiales y continuos en él, ellos también tienen un derecho de propiedad en
él. Las leyes, en varias ocasiones, han subrayado estos derechos de propiedad
en las personas; por ejemplo, algunos estados no permiten que un padre
desherede a un hijo; a los hijos se les da un cierto grado permanente de
derechos de propiedad en el padre.
De modo
similar, la mayoría de estados no permiten que se desherede a la esposa; se
salvaguarda su derecho de propiedad en su esposo. El estado ahora afirma tener
derecho de propiedad sobre todo hombre por las leyes de la herencia. En un
tiempo, las leyes de Roma permitían que el padre vendiera a sus hijos en base a
sus derechos de propiedad, poder muy común en toda la historia.
LAS RAZONES FUNDAMENTALES DE ESTE PODER ERAN LA PROTECCIÓN DE LA FAMILIA:
para mantener la vida continua de
la familia en tiempo de crisis económica, se vendía a un miembro más joven, a
menudo una muchacha, sobre el principio de que era mejor que la familia
sobreviviera una crisis perdiendo un miembro y no que todos se murieran de
hambre.
En el Japón se ha practicado la
venta de hijas a casas de prostitución para sobrevivir una crisis económica. Tales
prácticas eran rutina y normales en tiempos bíblicos. La ley bíblica las prohibió
a los hebreos: No haya ramera de entre las hijas de Israel, ni haya sodomita de
entre los hijos de Israel (Dt 23: 17).
No contaminarás a tu hija
haciéndola fornicar, para que no se prostituya la tierra y se llene de maldad.
Mis días de reposo guardaréis, y mi santuario tendréis en reverencia. Yo Jehová
(Lv 19:29, 30).
De esta manera la ley prohíbe
fuertemente esta salida de una crisis económica. Incluso más significativo es
el hecho de que en Levítico 19:29, 30, esta prohibición de la prostitución
claramente va asociada con la observancia del sabbat y la reverencia al
santuario; los dos versículos son en efecto una ley, y están separados de los
demás versículos por la declaración: «Yo Jehová».
El reposo del hombre en el Señor
requiere un cuidado y supervisión santos con respecto a sus hijos, y la reverencia
por el santuario es incompatible con la venta de los hijos para la
prostitución.
Solo en un sentido podía un padre
«vender» una hija bajo la ley bíblica: en matrimonio. Esto aparece en Éxodo 21:
7-11:
Y cuando alguno vendiere su hija
por sierva, no saldrá ella como suelen salir los siervos. Si no agradare a su
señor, por lo cual no la tomó por esposa, se le permitirá que se rescate, y no
la podrá vender a pueblo extraño cuando la desechare. Más si la hubiere
desposado con su hijo, hará con ella según la costumbre de las hijas. Si tomare
para él otra mujer, no disminuirá su alimento, ni su vestido, ni el deber
conyugal. Y si ninguna de estas tres cosas hiciere, ella saldrá de gracia, sin
dinero.
El matrimonio normalmente era por
dote: el novio le daba una dote a la novia, lo que constituía protección de
ella y herencia de los hijos. Si no había dote, no había matrimonio, sino solo
concubinato. Pero aquí, es claramente el matrimonio lo que se tiene en mente, y
la palabra que se usa es matrimonio.
La muchacha es tomada como esposa
bien sea para el hombre o para uno de sus hijos. Ella queda legalmente
protegida de ser concubina o esclava; no se la puede enviar a los campos como
esclava. La muchacha tenía los privilegios de una esposa con dote, porque había
una dote. La dote en este caso iba a la familia de la muchacha, y no a ella ni
a sus hijos. Si el posible esposo decidía no casarse con ella, se le devolvía
la dote; la muchacha quedaba «redimida».
Si él o un hijo se casaba con
ella, y luego le negaba el derecho de esposa, ella tenía base legítima para el
divorcio, y se iba sin ninguna restauración de la dote. La referencia al «deber
conyugal» era su derecho a la cohabitación.
Si la muchacha en cuestión no
agradaba a la nueva familia después del desposorio, y antes de la consumación,
esta residía con esa familia hasta que su familia u otro posible esposo
devolvía la dote. Esto es evidente en Levítico 19: 20, en donde «no estuviere
rescatada» se traduce con mayor precisión, «no ha sido redimida por completo o
enteramente». Si durante ese tiempo la muchacha era seducida o fornicaba, «era
azotada», o, con mayor precisión, «debería haber visitación o interrogación» para determinar la
verdad del asunto. Este castigo (azotes) lo recibía «solo cuando se demostraba
que ella había consentido al pecado» (Lv 19: 20-22).
La dote era una parte importante
del matrimonio. La encontramos primero en Jacob, que trabajó siete años para
Labán para ganar la dote de Raquel (Gen 29: 18). El pago por este servicio le
pertenecía a la esposa como su dote, y Raquel y Lea pudieron decir indignadas
de sí mismas que su padre las había «vendido», porque él se había quedado con
la dote (Gn 31: 14-15).
Era capital de la familia; representaba
la seguridad de la esposa en caso de divorcio en el que el esposo era el
culpable. Si ella era culpable, perdía la dote. No podía negársela a los hijos.
Hay indicaciones de que la dote normal equivalía a unos tres años de salario.
La dote por tanto representaba
fondos provistos por el padre del novio, o por el novio mediante trabajo, usada
para estimular la vida económica de la nueva familia. Si el padre de la novia
añadía a esto, era su privilegio, y era costumbre, pero la dote básica venía del
novio o su familia. La dote era la bendición del padre al matrimonio de su
hijo, o una prueba del carácter del joven al trabajar por ella. Una dote nada
usual aparece en lo que Saúl le exigió a David: cien prepucios de filisteos (1ª
S 18: 25-27). Saúl exigió una prueba que pensaba que sería demasiado difícil
para David, pero que David cumplió.
La dote europea es lo inverso del
principio bíblico: el padre de la joven la da como obsequio al novio. Esto ha
llevado a una situación dañina respecto al matrimonio y a la familia. Las
muchachas llegan a ser, en un sistema así, una carga. En la Italia de los
siglos XIV y XV, «los padres llegaban a aterrarse por el nacimiento de una
niña, en vista de la ingente dote que tendrían que proveer para ella, y cada año
los precios en el mercado del matrimonio subían».
Esto llevaba a la destrucción virtual
de la familia, en tanto que la dote bíblica fortalecía a la familia. El novio
quería el precio más alto antes de aceptar a una joven, y el padre buscaba a alguien
que no lo dejara en bancarrota con sus exigencias. Las protestas del clero no
sirvieron para nada.
En su forma bíblica, la dote
tenía como propósito ser cimiento económico para la nueva familia. Este aspecto
permaneció por largo tiempo en los Estados
Unidos. «Según una antigua
costumbre estadounidense, el padre de la novia le daba a ella una vaca, que
sería la madre de un nuevo hato para proveer leche y carne para la nueva
familia».
En casos de seducción y
violación, la parte culpable tenía que darle a la joven la dote de una virgen.
Si seguía el matrimonio, el hombre perdía para siempre todo derecho a
divorciarse de ella (Éx 22: 16, 17; Dt 22: 28, 29). Si no, la joven en tal caso
iba a casarse con otro con una dote doble, una de 50 siclos de plata del que la
sedujo, y otra de su esposo.
La dote de la joven no era solo
lo que el padre le daba, y lo que el esposo le entregaba, sino también la
sabiduría, destreza y carácter que traía al matrimonio.
Como Ben Sirac escribió, «Una
hija juiciosa será un tesoro para su marido, la que se porta mal será el
sufrimiento de su padre» (Sab 22:4).
La importancia de una buena
esposa o una nuera piadosa para la familia es evidente en toda cultura, pero en
una sociedad centrada en la familia, su valor es mucho mayor. Ben Sirac comentó
muy bien sobre esas cosas:
La mujer malvada es como un yugo
suelto: poner la mano en él es tan arriesgado como agarrar un escorpión. Una
mujer bebedora es un gran escándalo, no podrá remediar su deshonor. Una mujer
sin pudor se reconoce en sus ojos, en su mirada descarada.
Mantén a raya a una muchacha
provocadora, no sea que se aproveche de tu complacencia. Ten cuidado con seguir
a una mujer seductora; no te hagas ilusiones: solo quiere ganarte. El viajero
sediento abre la boca y toma cualquier agua que encuentre: ella también se
coloca frente a cualquier palo y a cualquier flecha abre su aljaba.
La gracia de una esposa regocija
a su marido, pero su saber actuar lo reconforta hasta la médula de sus huesos.
Una mujer que sabe callarse es un don del Señor; nada es comparable con la que
es bien educada. Una mujer modesta es doblemente encantadora, la que es casta
es un tesoro inestimable.
Así como el sol se levanta sobre
las montañas del Señor, así es el encanto de una buena esposa en una casa bien
ordenada. Como la lámpara que brilla en un candelabro sagrado, así es un
hermoso rostro en un cuerpo armonioso.
Como columnas de oro en una base
de plata, así son unas lindas piernas en unos talones bien plantados (Sab 26: 7-18).
Esto, por supuesto, refleja un estándar
hebreo popular; la posición bíblica se indica mejor en Proverbios 31:10-31. Una
diferencia conspicua es que Ben Sirac reflejaba una preferencia común por una
esposa silenciosa; esto no es
el requisito bíblico, que dice: «Abre su boca con sabiduría, Y la ley de
clemencia está en su lengua» (Pr 31: 26).
Ben Sirac pedía una esposa
callada; Dios habla más bien de una esposa que habla, pero que habla con sabiduría y bondad. Los hombres
como pecadores prefieren el estándar de Ben Sirac, y las mujeres como pecadoras
quieren el privilegio y derecho de hablar sin requisito de sabiduría y bondad.
Se debe añadir, antes de dejar el
tema de la dote, que, puesto que esto a menudo incluía a la familia, la familia
ejercía considerable autoridad y a menudo escogía a la esposa. En el caso de
Isaac, fue su padre quien escogió a Rebeca como esposa, y quien le dio la dote;
Isaac se deleitó en la esposa escogida.
En el caso de Jacob, Jacob
escogió a Raquel y proveyó su propia dote. El elemento de decisión paternal no
estuvo ausente en el caso de Jacob, puesto que Rebeca e Isaac enviaron a Jacob
a Padán-aram para que se casara (Gn 27:46—28:9). Tampoco el consentimiento del
novio estaba ausente en la decisión paternal en cuanto al arreglo matrimonial.
El punto principal en la ley de
Éxodo 21:7-11, la «venta» de una hija, tiene referencia a esto: la joven en la
familia de la nueva familia podía hallar o no aprobación del esposo en
perspectiva; y, si no, había que «redimirla».
Otro aspecto básico de la
economía de la familia es el hecho del sustento.
Esto tiene un aspecto doble. Primero,
los padres tienen la obligación de proveer para los hijos, y
sustentarlos material y espiritualmente. La educación cristiana es un aspecto básico
de este sustento. Los padres tienen la obligación de alimentar y vestir al hijo,
tanto el cuerpo como el alma, y son responsables ante Dios del desempeño de esta
obligación. Segundo, los hijos,
cuando adultos, tienen una obligación también este respecto de contribuir
material y espiritualmente para sus padres según sea necesario.
Ben Sirac se refirió a esta
obligación en Sabiduría 3: 12, 17. Esta obligación la subrayó enfáticamente
Jesucristo, quien desde la cruz puso el cuidado y sustento de su madre María en
manos de San Juan: «Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu
madre» (Jn 19:26, 27). Las declaraciones orales de un criminal moribundo eran
un testamento legal, como Buckler destacó:
Dalman ha mostrado que entre los
derechos y responsabilidades del criminal moribundo estaban la disposición
testamentaria de sus posesiones y derechos.
Por ejemplo:
La legislación marital judía
insistía en que todo se debía resolver de manera definitiva antes de que fuera
demasiado tarde. Sucedía, por ejemplo, que un crucificado le daba a su esposa, poco
antes de expirar, la libertad de casarse de nuevo, y así se podía redactar el
documento de divorcio, lo que le daba el derecho de casarse con otro hombre
antes de la muerte del presente esposo.
El caso de nuestro Señor fue
paralelo al de un hombre casado, en que lo que estaba en juego era un principio
de dominium. Cómo primogénito de
María, tenía la autoridad y la responsabilidad, que habría recaído en su
segundo hijo, Jacobo. Ese recaer automático era al parecer indeseable, así que
nuestro Señor usó la autoridad que poseía como criminal moribundo para ponerla
al cuidado de aquel en quien el más confiaba: el discípulo amado.
La implicación de esto es también
que, hasta ese momento, Jesús había cumplido con la responsabilidad de cuidar
de su madre viuda. Los otros hijos pueden haber ayudado, pero el manejo del
asunto estaba en manos de Jesús.
Jesús también condenó a los que
le daban a Dios, pero no cumplían con la responsabilidad de sustentar a sus
padres:
Respondiendo él, les dijo:
Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito:
Este pueblo de labios me honra, Mas
su corazón está lejos de mí.
Pues en vano me honran, Enseñando
como doctrinas mandamientos de hombres.
Porque dejando el mandamiento de
Dios, os aferráis a la tradición de los hombres: los lavamientos de los jarros
y de los vasos de beber; y hacéis otras muchas cosas semejantes.
Les decía también: Bien
invalidáis el mandamiento de Dios para guardar vuestra tradición. Porque Moisés
dijo: Honra a tu padre y a tu madre; y: El que maldiga al padre o a la madre,
muera irremisiblemente. Pero vosotros decís: Basta que diga un hombre al padre
o a la madre: Es Corbán (que quiere decir, mi ofrenda a Dios) todo aquello con
que pudiera ayudarte, y no le dejáis hacer más por su padre o por su madre,
invalidando la palabra de Dios con vuestra tradición que habéis transmitido.
Y muchas cosas hacéis semejantes
a éstas (Mr 7: 6-13). Jesús, como hijo mayor y principal heredero nombró a Juan
como el principal heredero en su familia y le dio la responsabilidad del
cuidado de María.
Esto ilustra muy bien un aspecto
central de la ley bíblica de la familia y de la herencia bíblica: el principal
heredero sostenía y cuidaba a los padres, según fuera necesario. Abraham vivió
con Isaac y Jacob, no con Ismael, ni con los hijos de Cetura.
Isaac vivió con Jacob, no con
Esaú; y Jacob vivió bajo el cuidado y supervisión de José, y por consiguiente
le dio a José una doble porción al adoptar a los dos hijos de José como sus
herederos en términos iguales con los demás hijos (Gn 48:5, 6).
Lo inverso también es verdad: el hijo que sustenta y cuida a los padres
ancianos es el heredero principal y verdadero. El que los padres o la
ley civil dictaminen otra cosa
es ir contra el orden santo. La herencia no es cuestión de compasión o
sentimiento sino de orden
santo, y hacer a un lado este principio es pecado.
La cuestión de herencia y
testamentos se puede entender mejor si examinamos la palabra bíblica que se usa
para testamento: bendición. Una
herencia es precisamente eso, una bendición, y para que el padre confiera una
bendición o la bendición central a un hijo que no es creyente, o a un hijo
rebelde y hostil, es bendecir el
mal. Aunque algunas porciones
de los testamentos bíblicos tienen un elemento de profecía divina así como
también disposición testamentaria, es importante notar que combinan bendiciones
y maldiciones, como atestiguan las palabras de Jacob a Rubén, Simeón y Leví (Gn
48:2-7). Desheredar a un hijo es una maldición total.
La regla general de la herencia era
la primogenitura limitada; o sea, el hijo mayor, que tenía el deber de
sustentar a la familia entera en caso de necesidad, o de gobernar el clan,
recibía una doble porción. Si había dos hijos, las propiedades se dividían en
tres porciones, y el hijo menor recibía una tercera parte. Los padres tenían la
obligación de dar una herencia, hasta donde sus medios se lo permitieran (2ª Co
12:14).
El padre no podía desheredar a un
primogénito piadoso debido a sentimientos personales, tales como disgusto con
la madre del hijo o preferencia por una segunda esposa (Dt 21: 15-17). Tampoco
podía favorecer a un hijo impío, un delincuente incorregible, que mereciera
morir (Dt 21:18-21).
Si no había hijo, la herencia iba
a la hija o hijas (Nm 27: 1-11). Si por motivo de desobediencia o incredulidad
un hombre en efecto no tenía hijo, la hija se convertía en heredera e hijo por
así decirlo. Si no habían hijos ni hijas, heredaba el próximo pariente
consanguíneo (Nm 27: 9-11). El hijo de una concubina podía heredar, a menos que
se le enviara lejos o se le diera una indemnización (Gn 21: 10; 25:1-6).
Una criada podía ser la heredera
de su patrona (Pr 30:23), y un esclavo también podía heredar (Gn 15:1-4),
puesto que en un sentido era miembro de la familia. Los esclavos extranjeros también
podían heredar (Lv 25:46). La herencia de una tribu no se podía transferir a
otra, o sea, la tierra de una región no se podía enajenar (Nm 36:1-12).
Un príncipe podía darle propiedad
a sus hijos como herencia, pero no a un siervo, para que esto no llegara a ser
un medio de recompensarlos a detrimento de su familia (Ez 46: 16, 17). Si un
príncipe le daba tierra a un criado, en el año de libertad esta revertía a los
hijos del príncipe. El príncipe no podía confiscar la herencia ni la tierra de la
gente; o sea, la propiedad no se podía incautar o confiscar (Ez 46:18).
ESTE ÚLTIMO ES UN PUNTO IMPORTANTE EN
VISTA DE LA SITUACIÓN CONTEMPORÁNEA.
Las leyes bíblicas de la herencia
son leyes de Dios; las leyes modernas de la herencia son leyes del estado. El
estado, todavía más, está haciéndose progresivamente el principal, y algunas
veces, en algunos países, el único heredero. El estado está diciendo en efecto
que recibirá la bendición por sobre todos los demás.
Sin embargo hay una justicia y
lógica perversa en la posición del estado: está apropiándose del doble papel de
padre e hijo. Ofrece educar a todos los hijos y sostener a todas las familias
necesitadas como el gran padre de todos. Ofrece sustento a los ancianos como el
verdadero hijo y heredero que tiene el derecho de apropiarse de toda la herencia.
En ambos papeles, sin embargo, es el gran corruptor y está en guerra con el
orden que Dios estableció: la familia.
Un aspecto final de la economía
de la familia: en toda la historia la agencia básica de beneficencia ha sido la
familia. La familia, al proveer para sus miembros enfermos y necesitados, al
educar a los hijos, al cuidar de los padres, y al enfrentar emergencias y
desastres, ha hecho y está haciendo más de lo que el estado jamás ha hecho o puede
hacer.
La intromisión del estado en el
ámbito de la beneficencia pública y la educación lleva a la bancarrota de las
personas y de la propiedad y a la deterioración progresiva del carácter. La
familia se fortalece al cumplir obligaciones que siempre llevan a la
declinación de los estados de beneficencia pública.
LA FAMILIA ES LA UNIDAD ECONÓMICA
BÁSICA DE LA SOCIEDAD, Y LA MÁS FUERTE.
No puede prosperar ninguna
sociedad que debilita a la familia, bien sea al eliminar las responsabilidades
de la familia en cuanto a la educación y el bienestar, o al limitar el control
de la familia sobre su propiedad y herencia por usurpación.
Un punto final. La ley bíblica de
la primogenitura estaba gobernada por el estándar previo de requisitos morales
y religiosos. Mientras en la historia de Europa occidental la primogenitura
gobernaba casi sin excepción, en la historia bíblica, las excepciones son casi
la regla. En el registro bíblico, la herencia por primogenitura sin
calificación moral es rara.
Vez tras vez, se hace a un lado
al primogénito en casos de fracaso moral. Por tanto, está bien claro que las
consideraciones espirituales y morales gobernaban la herencia, desde los días
de los patriarcas hasta la provisión testamentaria que Cristo hizo para María
desde la cruz.