6. EL PRINCIPIO DE AUTORIDAD

INTRODUCCIÓN

La educación estatista y la intervención estatista en la vida de la familia conduce poco a poco al derrumbe de la familia. No en balde el principio de autoridad está en juego en la familia.
La familia no es solo el primer medio ambiente del niño, sino también su primera escuela, donde recibe su educación básica; su primera iglesia, en donde se le enseña sus primeras lecciones fundamentales respecto a Dios y la vida; su primer estado, en donde aprende los elementos de ley y orden y los obedece; y su primera vocación, en donde al niño se le da trabajo que hacer, y responsabilidades en términos del mismo. El mundo esencial de un niño pequeño es la familia, su padre y su madre en particular. Meredith ha resumido el asunto de manera apta: «A los ojos de un niño pequeño, ¡el padre está en el lugar de Dios mismo! Porque el padre es el proveedor, el protector, el que lo ama, el maestro y el legislador del niño».
De aquí que son los teólogos los que a través de los siglos han enseñado obediencia a los magistrados civiles, y a todas las autoridades debidamente constituidas, bajo el encabezamiento del quinto mandamiento. Se ha visto ya cuán profundamente involucrada en toda autoridad está la autoridad de los padres. La destrucción de la posición y autoridad de la familia es la destrucción de toda la sociedad y la introducción de la anarquía.
Pero la introducción de la anarquía radical es también lo que sigue sistemáticamente al ataque contra la familia. La rebelión estudiantil de la década de 1960 tenía como su base el anarquismo. Por eso Jorge Immendorff, de 23 años, de Alemania, pidió una rebelión antes que una reforma, porque «no se puede mejorar la basura; así que la rebelión es la única respuesta». La necesidad es «empezar de la nada» con un solo estándar: «la vida misma».
Anthony Duckworth, de 21 años, de Inglaterra, declara que «en Oxford y Cambridge los maestros jóvenes quieren determinar las normas administrativas, decidir en cuanto a textos y cursos, dormitorios y comidas. Quieren tomar las riendas». Es más, según John D. Rockefeller III, de 62 años, «en lugar de preocuparnos sobre cómo suprimir la rebelión juvenil; los de la generación mayor debemos preocuparnos de cómo sustentarla». Según Rockefeller, este «idealismo» juvenil se debe sostener y promover.
Pero, ¿qué es lo que Rockefeller nos está pidiendo que sustentemos y aceptemos»? Primero, la rebelión estudiantil y juvenil tiene una premisa inmoral: la afirmación de que los jóvenes tienen el «derecho» de controlar y gobernar las propiedades de otros. Si una universidad le pertenece al estado, a una iglesia, o a una corporación privada, el estudiante puede recibir una educación allí en términos de esa institución.
Es libre para formar sus propias instituciones, pero, como estudiante o instructor, está en una institución en términos fijados por aquellos cuyos derechos de propiedad gobiernan la institución. Los estudiantes se quejan de «coerción», pero sus movimientos están entre los más coercitivos del siglo. El hijo no tiene derecho de gobernar a sus padres, ni los alumnos a su institución educativa, ni los empleados a su patrono.
Segundo, la meta de la rebelión estudiantil es el poder amoral, no esperanzas «idealistas». Hacer de «la vida misma» el estándar quiere decir que no hay estándar excepto la anarquía. Pedir que se «empiece de la nada» es pedir la destrucción de toda ley y orden de modo que el anarquista pueda aprovechar lo que el dueño actual posee. Tercero, este anarquismo es inevitable en una generación de estudiantes a quienes no se les ha enseñado a obedecer a sus padres ni a toda la autoridad debida, ni a honrar a quienes se les debe honor. Para citar a Meredith nuevo.
El mandamiento original de «honrar» a padre y madre se aplica a todos nosotros por toda la vida. Pero en este lugar a los hijos específicamente se les dice que obedezcan a sus padres «en el Señor» (Ef 6:1, 2).
Debido a su total falta de experiencia y juicio, es absolutamente necesario que al niño se le enseñe a OBEDECER a sus padres al instante y sin cuestionamiento. Explicaciones y razones para esto se le pueden y se le deben dar al niño de tiempo en tiempo. Pero al momento en que se da una orden paternal, ¡puede que no haya ni tiempo ni oportunidad para explicar por qué!
Por consiguiente, es imperativo que al niño se le enseñe el HÁBITO de la obediencia incuestionable a sus padres. Porque, hasta que el niño pequeño se desarrolle, sus padres están para él en lugar de Dios. Y Dios los considera RESPONSABLES de enseñar y dirigir apropiadamente al hijo.
Por implicación directa, el padre está obligado por el quinto mandamiento a hacerse a honorable. Para que se le honre a uno, uno debe ser honorable.

TODO PADRE DEBE DARSE CUENTA DE QUE ¡PARA EL NIÑO ÉL REPRESENTA A DIOS!.

El padre representa a Dios, porque representa el orden-ley de Dios. A los jueces, en la ley, se les menciona como «dioses», así como también a los profetas (Éx 21: 6; 22: 8; 1a S 28: 13; Sal 82: 1, 6; Jn 10:35). Puesto que los padres representan el orden-ley de Dios, deben, por un lado, ser obedientes a ese orden-ley, y por otro lado, se les debe obedecer como representantes de ese reino.
En Éxodo 21:6, la versión Reina Valera dice jueces en donde el hebreo dice Elohim, dioses; lo mismo es cierto en Éxodo 22:8. La Biblia de las Américas, y la versión del texto masorético [en inglés], dice «dios» y en una nota al pie de página «jueces». En 1 Samuel 28:13, la hechicera de Endor, al ver a Samuel, exclamó: «He visto dioses que suben de la tierra» o, en la LBLA: «Veo a un ser divino subiendo de la tierra». Es claro que se refiere al profeta.
En el Salmo 82:1, 6, a las autoridades civiles se les menciona como «dioses», uso confirmado por Jesucristo (Jn 10:35). Por esto, debido a que todas las autoridades representan el orden-ley de Dios, al quinto mandamiento a menudo se le ha asociado con la primera tabla de la ley, o sea, con los que tienen referencia a nuestras obligaciones a Dios, en contraste con la segunda tabla, los que tienen referencia a nuestras obligaciones para con nuestro prójimo.
Hay validez en esta división en dos tablas, aunque no se pueden llevar demasiado lejos y es hasta cierto punto artificial, puesto que todos los mandamientos tienen referencia a nuestra obligación a Dios.
Calvino consideró la incorporación de este mandamiento en la primera tabla como tontería. Es curioso, pero trató de usar Romanos 13:9 a favor de su posición, así como también Mateo 19:19, pero estos pasajes no son concluyentes en este asunto. Más pertinentes son las varias leyes, previamente tratadas, que relacionan la obediencia a los padres a la observancia del sabbat y el evadir la idolatría ( Lv 19:1-4).
Pero, volvamos al punto más importante: el asunto de la obediencia. La mentalidad humanística suele aducir que la obediencia sin cuestionamiento y fiel que la ley exige de los hijos es destructiva para la mente. La persona libre, dicen, es producto de rebelión, de constante desafío a la autoridad, y la verdadera educación debe estimular a los niños y adolescentes a romper con la autoridad y negar sus afirmaciones.
La «cultura» de la juventud hoy es esta exigencia de realización instantánea combinada con un rechazo a la autoridad. Ross Snyder, en Young People and their Culture, escribe que «los jóvenes de nuestro tiempo están muy convencidos de que todo es para ahora mismo, y en toda la plenitud posible para ellos en su período de desarrollo».
Esta exigencia de realización instantánea es característica del infantilismo. El nene llora cuando tiene hambre y vacía su vejiga e intestinos a voluntad. Llora con frustración y cólera cuando la gratificación no es instantánea. No sorprende que una generación criada de manera permisiva tenga una alta aptitud para la cólera destructiva y revolucionaria, a menudo acompañada por las acciones de orinar y defecar alegremente en público, y una baja aptitud para el trabajo y estudio disciplinados.
La esencia de la mentalidad revolucionaria es la exigencia de la utopía instantánea, de la gratificación instantánea, y una cólera destructiva, infantil, contra todo orden que no se lo provee. Freud acuñó los términos personalidad oral y anal; los términos no tienen relevancia en ninguna edad de madurez ni para los hombres de madurez; son aptos para describir la personalidad ambivalente de una edad infantil y permisiva y de sus personas.
Pero las raíces van más adentro. John Locke formuló la psicología sin raíces de la fe humanística con su concepto de pizarra limpia. La verdadera educación, sostenía, requería que se borrara por completo de la mente todas las nociones preconcebidas, implícitas en las enseñanzas de los padres, religión y sociedad.
En términos del concepto y la psicología de Locke, la educación debe ser revolucionaria.
Añádase a esto el hombre natural de Rousseau, y todas las nociones preconcebidas, todas las formas de herencia del pasado, se vuelven cadenas que de Locke, Rousseau y Darwin. Darwin, por su fe evolucionista, redujo todo en el pasado a un nivel inferior y más primitivo, y así añadió justificación a la exigencia de un cambio total, de una revolución.
Esta hostilidad a la disciplina y obediencia ha invadido casi todas las disciplinas en el siglo XX. En el arte, la capacidad de dominar y utilizar habilidades en el uso de pinturas en el dibujo se hace a un lado a favor de la expresión «espontánea» e «inconsciente» que carece de razón y forma.
En la religión, a la experiencia se le da prioridad por encima de la doctrina o se reemplaza. En la política, la autoridad viene desde abajo, del nivel más bajo, y el líder «carismático» es el demagogo que satisface mejor a las masas. En la música, el emocionalismo indisciplinado es el galardón más preciado, y así por el estilo. La animosidad contra la obediencia y la disciplina es general y profunda.

PERO LA MENTE QUE FUNCIONA MEJOR ES LA MENTE OBEDIENTE Y DISCIPLINADA.

El niño disciplinado y obediente no es un adolescente servil sino un hombre libre.
En virtud de la disciplina de la obediencia, tiene mejor dominio de sí mismo y puede dominar mejor su campo de desempeño.
El antiguo humanismo, debido a que creció en el contexto de una disciplina cristiana, podía producir una mente disciplinada. Montaigne (n. 1533), al dar consejos sobre cómo educar al hijo, habló sin ningún sentido de novedad al describir la buena educación de su día:
Unos pocos años de la vida están reservados para la educación, no más de los primeros quince o dieciséis; aprovecha bien estos años, adulto, si quieres educar al hijo para una madurez correcta. Deja fuera los asuntos superfluos. Si quieres hacer algo constructivo, confronta al niño con discursos filosóficos, esos que no son demasiado complicados, por supuesto, y sin embargo los que valen la pena explicar.
Trata esos discursos en detalle; el niño es capaz de digerir este asunto desde el momento en que puede más o menos manejarse por sí mismo [Montaigne en realidad escribió: «desde el momento en que es destetado», pero probablemente no quiso decirlo demasiado literalmente]; el niño, en cualquier caso, podrá recibir discursos filosóficos mucho mejor que un intento de enseñarle a escribir y leer; esto es mejor que espere un poco.
Puesto que en el día de Montaigne no se destetaba al niño tan apresuradamente cómo en nuestros días, no hay razón para dudar del enunciado de Montaigne. En los Estados Unidos puritanos, eran las madres las que enseñaban a los niños a leer, cuando éstos tenían entre dos y cuatro años.
Van den Berg cita dos ejemplos de niños maduros de la era de Montaigne y después. Merecen que se citen con algún detalle:
Tenemos en efecto alguna información sobre la naturaleza del niño en tiempos de Montaigne: la vida de Teodoro Agripa d’Aubigne, hugonote, amigo de Enrique IV, nacido en 1550. Montaigne nació en 1533, así que había alcanzado la edad de la discreción cuando d’Aubigne era todavía un niño.
Observando a jóvenes contemporáneos de este d’Aubigne, Montaigne no notó nada en cuanto a la maduración. De d’Aubigne se dice que leía griego, latín y hebreo cuando tenía seis años, y que tradujo a Platón al francés cuando todavía no había cumplido los ocho años.
Montaigne recomendaba la lectura y explicación de discursos filosóficos a los niños; pues bien, si un niño de ocho años puede traducir Platón, ¿qué objeciones puede haber para leerle una versión traducida cuando tiene cuatro años?
Cuando d’Aubigne tenía todavía ocho años, fue a la ciudad de Amboise, acompañado de su padre, poco después de que habían ejecutado a un grupo de hugonotes. Vio los cuerpos decapitados; y a petición de su padre juró vengarlos.
Dos años más tarde lo capturaron los inquisidores; la reacción del muchacho de diez años a la amenaza de muerte en la hoguera fue bailar de alegría ante la fogata. El horror de la misa le quitó su miedo al fuego, fue su propio comentario posterior, como si un niño de diez años pudiera saber lo que quería decir con eso.
Y sin embargo, un niño que había traducido a Platón y que había estado por cuatro años acostumbrado a leer clásicos, ¿no podía tal niño saber lo que quiere, y saber lo que estaba haciendo? Pero difícilmente se le podría llamar niño. Una persona que observa de manera inteligente los efectos de una ejecución, que pronuncia un juramento al que será fiel el resto de su vida, que se da cuenta por sí mismo del significado de la santa comunión, y que se imagina el horror de la muerte en la hoguera, no es un niño, sino un hombre.
Cuando Montaigne murió, otro niño estaba en el umbral de grandes descubrimientos: Blas Pascal, nacido en 1623, escribió cuando tenía doce años, sin ninguna ayuda, un tratado sobre el sonido que los expertos contemporáneos tomaron en serio.
Más o menos al mismo tiempo resultó que oyó la palabra matemáticas; le preguntó a su padre lo que quería decir, y le fue dada la siguiente respuesta incompleta (incompleta, porque su padre tenía miedo de que un interés en las matemáticas pudiera disminuir su interés en otras ciencias): «Matemáticas, acerca de lo cual te diré más tarde, es la ciencia que se ocupa de la construcción de cifras perfectas y el descubrimiento de las propiedades que contienen».
El joven Pascal rumiaba esta respuesta durante sus horas libres, y sin ayuda, construyó círculos y triángulos que lo llevaron al descubrimiento del tipo de propiedades que su padre debe haber querido decir; por ejemplo, que la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos.
Debemos conceder que d’Aubigne y Pascal fueron hombres destacados y niños prodigio. Pero se debe añadir que en la música, las ciencias y en muchos otros campos, los niños prodigio eran mucho más comunes entonces que ahora.
También debemos reconocer que el nivel intelectual entonces era muy alto incluso entre las personas del pueblo. El nivel de predicación es amplia evidencia de esto.
La capacidad de los miembros de la iglesia para escuchar sermones largos de, a veces hasta dos horas, y reproducir todos los treinta o cuarenta puntos fielmente más adelante en la semana, y debatirlos y discutirlos, está bien documentado. No había falta de iniquidad en esa era, pero también había un alto orden de disciplina, y esta disciplina promovía el uso de la inteligencia.
Los hombres que, en los primeros siglos de la era cristiana, y en la era de la Reforma y posteriores, establecieron los cimientos de la civilización y libertad occidentales eran hombres de fe y disciplina, hombres instruidos en la academia de la obediencia.
Las Escrituras exigen un respecto santo por el poder y la autoridad como debidamente constituidos y ordenados por Dios. Éxodo 22: 28 declara: «No injuriarás a los jueces, ni maldecirás al príncipe de tu pueblo». De nuevo, la NVI traduce «jueces» como «Dios» y en las notas al pie de página dice «los jueces».
Calvino notó, de este pasaje, Levítico 19: 32, Deuteronomio 16: 18 y 20: 9 que «en el quinto mandamiento se abarcan por sinécdoque todos los superiores, los que están en autoridad».
Primero, dice que debemos pensar y hablar reverentemente de los jueces y otros que ejercen el oficio de magistrado; tampoco se debe cuestionar que, en el uso ordinario del hebreo, Él repite lo mismo dos veces; y consecuentemente que a las mismas personas se les llama «dioses» y «gobernantes del pueblo».
El nombre de Dios en sentido figurado, pero de lo más razonable se aplica a los magistrados, sobre quienes Él ha puesto una marca de su gloria como ministros de su autoridad divina. Como ya hemos visto, honor se debe dar a los padres, debido a que Dios los ha asociado consigo mismo en la posesión del nombre, y aquí esa misma dignidad se pide también para los jueces, a fin de que las personas los reverencien, porque son representantes de Dios, sus subalternos y vicarios.
Cristo, el expositor más seguro, lo explica así cuando cita el pasaje de Salmo 82: 6: «Yo dije: Vosotros sois dioses, y todos vosotros hijos del Altísimo» (Jn 10: 34), o sea, «que se les llama dioses a quienes vino la palabra de Dios», que se debe entender, no de la instrucción general dirigida a todos los hijos de Dios, sino del mandamiento especial para gobernar.
Es señal de exaltación de los magistrados que Dios no solo los considera en lugar de los padres, sino que también nos los presenta dignificados por su propio nombre; de donde también parece claro que se les debe obedecer no solo por temor al castigo, «sino también por causa de la conciencia» (Ro 13:5), y se les debe honrar con reverencia, a fin de no menospreciar a Dios en ellos. Si alguien objeta que sería incorrecto alabar los vicios de aquellos a quienes percibimos que abusan de su poder, la respuesta es fácil: aunque a los jueces hay que respetarlos aunque no sean lo mejor, ese honor con que están investidos no es para encubrir el vicio.
Tampoco Dios ordena que aplaudamos sus errores, sino más bien que todas las personas deploren con tristeza en silencio, en lugar de levantar conmoción en un espíritu licencioso y sedicioso, y así subvertir el gobierno político.
Que esta obediencia santa no constituye endoso ni sumisión al mal es evidente en forma abundante por la historia de los profetas del Antiguo Testamento, y la historia de la iglesia cristiana. Más bien, la obediencia santa es la mejor base para resistir al mal, porque se levanta primordialmente en términos de una obediencia más alta a Dios y por consiguiente es, en obediencia independiente, y en resistencia a los tiranos, obediente a la autoridad más alta de Dios.
Pero en un punto el comentario de Calvino refleja (en la primera oración del segundo párrafo que antecede), no el pensamiento bíblico, sino el romano, cuando compara a los gobernantes con los padres y les adscribe autoridad paternal.
Lo que es común entre padres, gobernantes, maestros y amos no es paternidad sino autoridad. Es un error serio adscribir poder paternal a un gobernante y al estado. Los padres representan ante el niño la autoridad de Dios; el magistrado o gobernante civil representa la autoridad de Dios en términos de un orden-ley civil para los ciudadanos; ellos, padres y gobernantes, tienen autoridad en común, no paternidad, e incluso con respecto a la autoridad, es de clase diferente.
La ley romana, debido a que divinizaba al estado, hizo del estado y su gobernante en efecto el dios del pueblo, y del pueblo los hijos de ese dios. El emperador era el padre de su nación, y esto es un serio aspecto de la teología civil.
La educación fuertemente clásica de los eruditos medievales y de la Reforma a menudo los hizo descarriarse. Un versículo que a veces se cita como evidencia del papel paternal del estado es Isaías 49: 23. Pero este versículo se refiere al remanente de Israel, que sería restaurado a Jerusalén y restablecido como estado bajo la protección de otros estados, que serían como «nodrizas».
La referencia es al restablecimiento de la comunidad hebrea bajo Nehemías, con la protección del Imperio Medopersa. La imaginería no tiene nada que ver con un papel paternal del estado y sí con el papel protector superior de un gran imperio hacia un orden civil pequeño que estaba reconstituyendo.

LA AUTORIDAD PRIMORDIAL Y BÁSICA EN EL ORDEN, LEY DE DIOS ES LA FAMILIA.

Todas las demás autoridades debidas de modo similar representan el orden-ley de Dios, pero en diferentes ámbitos. Si los hijos no obedecen a los padres, no se honrará ni obedecerá a ninguna otra autoridad. Por lo tanto, la ley habla de la autoridad clave en términos de aquellos cuyo orden de autoridad social persiste o cae. Básico a la autoridad en todo campo es la representación del orden-ley de Dios.
El estado es así establecido a fin de extender la justicia de Dios. Deuteronomio 16: 18-20 dice:
Jueces y oficiales pondrás en todas tus ciudades que Jehová tu Dios te dará en tus tribus, los cuales juzgarán al pueblo con justo juicio. No tuerzas el derecho; no hagas acepción de personas, ni tomes soborno; porque el soborno ciega los ojos de los sabios, y pervierte las palabras de los justos. La justicia, la justicia seguirás, para que vivas y heredes la tierra que Jehová tu Dios te da.
Sería ridículo proponer la paternidad como propósito de esta ley; su meta es la justicia civil. Básico para el establecimiento de esa justicia es la autoridad.
Y el quinto mandamiento, al hablar de los padres, y por implicación de todas las autoridades ordenadas por Dios, está estableciendo, antes que nada, la autoridad de Dios. Dios sabe, después de todo, que padres, gobernantes, clérigos, maestros y amos, son pecadores. Dios no está interesado en establecer pecadores: la expulsión del Edén, y el constante castigo en la historia, es evidencia elocuente de eso.

Pero la manera de Dios de desestablecer a los pecadores y establecer su ordenley es exigir que se obedezca a esas autoridades. Esta obediencia se le rinde primero a Dios y es parte del establecimiento del orden de Dios. El pecado conduce a la anarquía revolucionaria; la obediencia santa conduce a un orden santo.