INTRODUCCIÓN
El problema de la autoridad es
básico a la naturaleza de cualquier sociedad. Si se destroza su doctrina de
autoridad, una sociedad colapsa, o si no la mantiene unida solo el error total.
Ha llegado a ser común de parte de los eruditos evadir el hecho de que la
autoridad es algo religioso; el dios o poder supremo de cualquier sistema es
también la autoridad y legislador de ese sistema. Iverach, en línea con la
evasión humanística de la naturaleza de la autoridad, empezó su análisis
diciendo que «la palabra “autoridad”, según se usa en el lenguaje ordinario,
siempre implica cierta coerción.
El significado más común es el de
poder para imponer obediencia». Esto es por cierto verdad hasta donde ahí, pero
es falso por direccional mala orientación de su énfasis. Es como definir a un
hombre como una criatura que en su mayor parte es lampiño, tiene un pulgar y
camina erecto; técnicamente, esta definición es correcta; en la práctica, no
nos ha dicho nada, y ha evadido los hechos centrales respecto al hombre.
Iverach reconoció esta limitación, y por consiguiente llevó el argumento, paso
a paso, a la conclusión de que «toda autoridad es en última instancia autoridad
divina.
Esto es cierto lo mismo si
consideremos al mundo desde un punto de vista teísta o de un punto de vista
panteísta». Puesto que el punto de partida de toda autoridad es religioso, el punto
de partida de todo debate en cuanto a la autoridad debe ser religioso. Dios no
es el eslabón final en la autoridad sino el alfa y omega de toda autoridad.
Toda autoridad es en esencia
autoridad religiosa; la naturaleza de la autoridad depende de la naturaleza de
la religión. Si la religión es bíblica, la autoridad en todo punto es la
autoridad inmediata o mediata del Dios trino. Si la religión es humanística, la
autoridad es en todas partes implícita o explícitamente la conciencia autónoma
del hombre. Los hombres obedecen la autoridad en bases religiosas, o la
desobedecen en bases religiosas. Adán y Eva no fueron menos religiosos en su desobediencia
que en su obediencia.
Cuando dieron por sentado que el
hombre es autónomo y que tiene la libertad de decisión con respecto a la ley de
Dios, y la libertad para determinar lo que debe ser ley, tomaron una decisión
moral y también religiosa, y luego actuaron en obediencia a sus nuevas
presuposiciones religiosas. La desobediencia a la autoridad existente quiere
decir que se tiene en la vista a una nueva autoridad.
El irrespeto de desobediencia es
un desafío religioso a la autoridad; es la negación de esa autoridad a nombre
de otra. Cuando un hijo desafía a sus padres, diciendo: «No quiero, y no voy a
hacerlo», remplaza la autoridad paterna, y religiosa, con su propia voluntad;
opone sus propias demandas por autonomía e independencia moral en contra de las
afirmaciones de Dios en su palabra y a sus padres en su persona. Si el hijo
obedece solo por miedo, con todo es una obediencia religiosa, en que el poder,
o castigo, es la fuerza motivadora religiosa de su vida. Las religiones varían,
pero el hecho de que la autoridad es religiosa sigue constante.
La autoridad es poder legítimo;
es dominio y jurisdicción. Los hombres responden a la autoridad reconocida; se
resisten a obedecer a las autoridades que no reconocen como tales. Los
principales sacerdotes y ancianos del pueblo le hicieron una pregunta válida a
Jesús, pero por razones erradas, y sin querer reconocer cuál era su doctrina de
autoridad.
Pero la pregunta siguió en pie:
«¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te dio esta autoridad?» (Mt 21: 23).
Ya habían visto cuál era la autoridad declarada de Jesús, y habían observado:
«Tú, siendo hombre, te haces Dios» (Jn 10: 33). Jesús basaba su autoridad en su
Padre, y en sí mismo como Dios encarnado.
SIN UNA DOCTRINA DE AUTORIDAD VÁLIDA,
NINGÚN ORDEN SUBSISTE.
Apelar al sentimiento o la
gratitud es fútil; o una doctrina religiosa de la autoridad obliga al hombre, o
este no está obligado, excepto por placer o conveniencia, lo cual no es vinculante
para nada. Si vamos de nuevo a la instrucción moral egipcia encontraremos ejemplos
de esto, como en las «Instrucciones» de un padre a su hijo:
Dobla el alimento que le das a tu
madre, cuídala así como ella te cuidó. Ella tuvo una carga pesada en ti, pero
no me la dejó a mí. Después que naciste ella siguió sintiendo el peso tuyo; sus
pechos estuvieron en tu boca por tres años, y aunque tu porquería era
nauseabunda, su corazón no se disgustaba.
Cuando tomes una esposa, recuerda
cómo tu madre te dio a luz, y también te crió; no permitas que tu esposa te
eche la culpa, ni hagas que levante sus manos al dios.
Considere también las palabras de
Ptahhotep, de la cuarta dinastía:
Si eres hombre de posición, debes
fundar una familia y amar a tu esposa en casa, como es debido. Llénale el
vientre, y pon vestido sobre su espalda; el ungüento es la receta para el
cuerpo de ella. Alegra su corazón, porque ella es campo lucrativo para su
señor.
Estas palabras son hermosas y
conmovedoras, y el sentimiento moral es digno de elogio pero inútil. Apela al
sentimiento, y no a una ley moral absoluta. No hay aquí ninguna autoridad
religiosa o moral que sostenga a la familia y proteja a la madre y esposa, ni
tampoco hay una autoridad civil para imponer esa ley religiosa; el bienestar de
la madre y de la esposa se dejan al parecer del individuo, y por tanto la
apelación es un esfuerzo inútil por tirar de las cuerdas de corazón; es una apelación
sin autoridad.
Si una doctrina de autoridad
encierra contradicciones, está destinada a desbaratarse a la larga conforme las
diversas hebras luchan una contra otra. Esta ha sido una parte continua de las
varias crisis de la civilización occidental. Debido a que se han hecho acomodos
entre la doctrina bíblica de la autoridad y el humanismo grecorromano, las
tensiones de autoridad han sido agudas y amargas. Como Clark escribió, con
referencia a la autoridad en los Estados Unidos de América:
Es una doctrina de la ley mosaica
y la ley cristiana que los gobiernos son ordenados divinamente y derivan su
poder de Dios. En el Antiguo Testamento se afirma que «de Dios es el poder»
(Sal 62: 11) que Dios «quita reyes, y pone reyes» (Dn 2: 21) y que «el Altísimo
tiene el dominio en el reino de los hombres, y lo da a quien él quiere» (Dn 4: 32).
De modo similar, en el Nuevo Testamento se afirma que «no hay autoridad sino de
parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas» (Ro 13:1).
En la ley romana se consideraba
originalmente que el poder del emperador le había sido conferido por el pueblo,
pero cuando Roma se hizo un estado cristiano su poder se consideró procedente
de Dios. En los Estados
Unidos también se ha reconocido a
Dios como la fuente del gobierno, aunque es pensamiento común que en un
gobierno republicano o democrático «todo poder es inherente en el pueblo».
Al principio en los Estados
Unidos de América no había duda, cualquiera que fuera la forma del gobierno civil, de que toda
autoridad legítima se derivaba de Dios. La influencia de la tradición clásica
revivió la autoridad del pueblo, que históricamente es a la vez compatible con
la monarquía, la oligarquía, la dictadura o la democracia, pero no es
compatible con la doctrina de la autoridad de Dios.
Como resultado, en los Estados
Unidos progresivamente la autoridad del nuevo dios, el pueblo, ha desplazado a
la autoridad de Dios. Cuando se invoca a Dios, se le ve como alguien que se
postra ante el pueblo, como un Dios que anhela democracia.
Esto no es menos cierto en otras
partes. En Inglaterra, la reina Elizabeth II, en su mensaje de Navidad de 1968,
declaró: «El mensaje esencial de Navidad es todavía que todos pertenecemos a la
gran hermandad del hombre. Si verdaderamente creemos que la hermandad del
hombre tiene un valor para el futuro del mundo, procuraremos respaldar las
organizaciones internacionales que promueven el entendimiento entre los pueblos
y naciones».
A Cristo, que vino a dividir a
los hombres en términos de sí mismo, la reina lo ve como uno que vino a unir a
los hombres en términos de la humanidad. Los marxistas, debido a que carecen de
esta posición esquizofrénica e hipócrita, suelen funcionar más vigorosa y
sistemáticamente. La autoridad marxista es rigurosamente humanística y la
impone mediante un terror total sin ambages.
Bajo una doctrina bíblica de
autoridad, debido a que «las [autoridades] que hay, por Dios han sido
establecidas» (Ro 13: 1), toda autoridad, sea en el hogar, la escuela, el
estado, la iglesia, o cualquier otra esfera, es autoridad subordinada y está bajo
Dios y sujeta su palabra. Esto quiere decir, primero, que toda obediencia está sujeta a una obediencia previa
a Dios y a su palabra, porque «Es necesario obedecer a Dios antes que a los
hombres» (Hch 5: 29; 4: 19).
Aunque específicamente se ordena
la obediencia civil (Mt 23: 2, 3; Ro 13: 1-5; Tit 3:1; He 13: 7, 17; 1ª P 2: 13-
16; Mt 22: 21; Mr 12: 17; Lc 20: 25, etc.), es evidente también que el
requisito previo de obediencia a Dios debe prevalecer. Por eso los apóstoles
tenían órdenes de su Rey de proclamar el evangelio, y por consiguiente se
rehusaron a que las autoridades políticas les impusieran silencio (Hch 4: 18;
5: 29; 1ª Mac 2: 22).
Segundo,
toda
autoridad en la tierra, por estar bajo Dios y no ser Dios, es por naturaleza y
necesidad autoridad limitada. Esta naturaleza limitada de toda autoridad subordinada
se explica contundentemente en una serie de leyes, de las cuales una
interesante es Deuteronomio 25: 1-3: Si hubiere pleito entre algunos, y
acudieren al tribunal para que los jueces los juzguen, éstos absolverán al
justo, y condenarán al culpable.
Y si el delincuente mereciere ser
azotado, entonces el juez le hará echar en tierra, y le hará azotar en su
presencia; según su delito será el número de azotes. Se podrá dar cuarenta
azotes, no más; no sea que, si lo hirieren con muchos azotes más que éstos, se
sienta tu hermano envilecido delante de tus ojos.
Wright observó, de la última
frase:
Aplicarle a un hombre el castigo
debido por su transgresión no era deshonrarlo como israelita, pero azotarlo
indiscriminadamente en público era tratarle como un animal antes que con el
respeto debido a un semejante.
Este punto es importante. Puesto
que la ley bíblica no permitía en tiempos de obediencia el crecimiento de una
clase de criminales profesionales y delincuentes incorregibles, «el
delincuente» no es un criminal depravado sino un ciudadano y prójimo pecador.
Se le somete al castigo y es restaurado a la comunidad; no se le envilece, ni
se le degrada, ni se le trata a la ligera, a los ojos de la comunidad o las autoridades
mediante el castigo.
Es más, en una fecha posterior,
según Waller, el castigo «se infligía en la sinagoga, y la ley se leía mientras
tanto de Deuteronomio 28:58, 59, con uno o dos pasajes más». La lectura de
Deuteronomio 28:58, 59, es importante, declaraba que el castigo cumplía el
requisito de Dios y evitaba el castigo de Dios, porque «si no cuidares de poner
por obra todas las palabras de esta ley entonces Jehová aumentará
[extraordinariamente] tus plagas».
ESTO TRAE A ENFOQUE UN ASPECTO
SIGNIFICATIVO DE LA INTENCIÓN DE LA
LEY.
Al exigir la pena capital para
delincuentes incorregibles, la ley eliminaba
a los enemigos de la sociedad santa, los purgaba de la sociedad. Este es el lado de matar de la ley. Por otro lado, al exigir
restitución de otros ofensores
significativos, y el castigo corporal
(los azotes) aplicado a otros ofensores menores, la ley servía para restaurar
al hombre a la sociedad, para limpiar y
sanar. El que hacía
restitución, o que recibía los azotes, había pagado su deuda a la persona
ofendida y a la sociedad y era restaurado a la ciudadanía. La lectura de
Deuteronomio 28:58, 59 tenía en mente evitar el castigo destructor de Dios
mediante la aplicación del castigo sanador de Dios.
Donde la ley trata de sanar sin
matar, mata. El cirujano debe extraer un órgano irremediablemente enfermo para
salvar el cuerpo, para sanarlo de su infección.
Pero un dedo moderadamente
infectado no se corta; se purga de la infección a fin de mantenerlo como parte
funcional del cuerpo. Al matar o sanar, la autoridad del gobierno civil está
estrictamente gobernada y limitada por la palabra de Dios.
La autoridad de los jueces, pues,
es limitada; un máximo de cuarenta azotes, a fin de no poner distancia entre el
juez y el pueblo, a fin de que el ciudadano pecador no se vuelva súbdito del
juez en lugar de que ambos juntos sean súbditos de Dios el Rey. El castigo
siempre está sujeto a la ley de Dios; la sentencia normal es restitución; en
causas menores de controversia
personal, era castigo corporal, azotes.
La clase de ofensa que cubría el
castigo corporal es, entre otras, la de Levítico 19:14: «No maldecirás al
sordo, y delante del ciego no pondrás tropiezo, sino que tendrás temor de tu
Dios. Yo Jehová». Según Ginsburg, «el término sordo también incluye al ausente,
y por consiguiente fuera del alcance del oído». Todavía más, Según la
administración de la ley durante el segundo templo, esta prohibición estaba
dirigida contra todo tipo de maldiciones. Porque, decían, si maldecir a quien
no puede oír, y que, por consiguiente, no puede afligirse, está prohibido,
cuanto mucho más está prohibido maldecir al que oye, y que se enfurecerá a la
vez que se afligirá por eso.
Delante
del ciego no pondrás tropiezo. En Dt 27: 18 se pronuncia una maldición sobre los que hacen
descarriar al ciego. Ayudar a los que padecían de esta aflicción siempre se
consideraba un acto meritorio. De aquí que entre los servicios benevolentes que
Job rendía a sus vecinos, dice: «Yo era ojos al ciego» (Job 29: 15). Según la
interpretación que se obtiene en el tiempo de Cristo, esto se debía entender en
sentido figurado. Prohíbe la imposición sobre el ignorante, y dirigir
erradamente a los que buscan consejo, haciéndoles así caer. El apóstol aboga
por una delicadeza similar para el débil: «Más bien decidid no poner tropiezo u
ocasión de caer al hermano» (Ro 14:13).
Tercero,
la ley
afirma la supremacía de la palabra-ley
escrita de Dios. La autoridad del hombre está bajo Dios y es limitada;
la autoridad de Dios es ilimitada. Los hombres no tienen derecho de interpretar
la voluntad de Dios según sus deseos y antojos; la voluntad de Dios para el
hombre se declara en su palabra ley. La forma del orden civil puede variar:
puede ser una comunidad gobernada por jueces o gobernadores (Dt 17: 8-13), o
una monarquía (Dt 17: 14-20), pero la supremacía de la ley y autoridad de Dios
permanece.
La única autoridad en cualquier
esfera de gobierno, hogar, iglesia, estado, escuela u otra es la palabra
escrita de Dios (Dt 17:9-11). Esta palabra-ley se debe aplicar a las diversas
condiciones del hombre y a los diversos contextos sociales. «La palabra escrita es la cadena que sujeta.
Tampoco la relación variante entre la autoridad ejecutiva y legislativa
altera el principio».
Al que rehusaba reconocer la
autoridad de la palabra-ley de Dios sobre sí mismo cuando se había dado el
veredicto, se ejecutaba, porque así «quitarás el mal de en medio de Israel» o
lo purgarás de la tierra (Dt
17: 12, 13).
Si un rey gobernaba, debía ser:
(a)
un individuo del pueblo del pacto, o sea, un hombre de fe, porque el pacto
requiere fe;
(b)
no debía «aumentar caballos», o sea, instrumentos de guerra agresiva antes que
defensiva, ni «tomar muchas mujeres» (poligamia), y «ni plata ni oro amontonará
para sí en abundancia», porque su propósito debe ser la prosperidad del pueblo
bajo Dios antes que su propia riqueza; un estado rico quiere decir un pueblo
pobre;
(c)
el rey debe tener, leer y estudiar la palabra-ley de Dios «todos los días de su
vida, para que aprenda a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las
palabras de esta ley y estos estatutos, para ponerlos por obra»; y
(d)
el propósito de su estudio no es solo promover el orden ley de Dios sino
también «para que no se eleve su corazón sobre sus hermanos» (Dt 17: 14-20).
Jesucristo, como verdadero Rey,
vino para cumplir la palabra-ley de Dios y establecer el dominio de Dios. «He
aquí, vengo; En el rollo del libro está escrito de mí; El hacer tu voluntad,
Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón» (Sal 40:7; He
10:7, 9). Según Wright, escribiendo sobre Deuteronomio 17:14-20, «es imposible
imaginarse tal escrito en alguna otra nación del antiguo Cercano Oriente.
El rey era súbdito de la ley
divina así como también los demás funcionarios de la nación». Pero en la ley
bíblica el rey, el juez, el sacerdote, el padre y las personas están todos bajo
la palabra-ley escrita de Dios, y mientras
más alto el cargo más importante es la
obediencia.
Entonces, cuarto, como ya es evidente, los
caprichos personales no pueden pasar por encima de la ley de Dios incluso en lo
que tiene que ver con nuestras propiedades. No se puede hacer a un lado a un
heredero legítimo y santo a favor de otro hijo, solo porque el padre ame más a
otro hijo. Esto se especifica en el caso de un matrimonio polígamo, donde el
primogénito pudiera ser hijo de una esposa aborrecida (Dt 21:15-17). En cualquier caso, el padre no está en
libertad de usar razones personales y no religiosas como criterio para la
herencia. La ley de Dios debe prevalecer.
LAS ÚNICAS BASES LEGÍTIMAS DEL DERECHO A LA HEREDAD SON RELIGIOSAS.
Debemos, por consiguiente,
concluir que la autoridad no es solo
un concepto religioso sino también total. Incluye el reconocimiento en
toda faceta de nuestra vida del
absoluto orden-ley de Dios. El punto de arranque de este reconocimiento es la familia: «Honra a tu padre y a
tu madre». De este mandamiento, con su requisito de que los hijos se sometan y obedezcan a la autoridad de sus
padres bajo Dios, viene la educación
básica y fundamental en la autoridad religiosa. Si se niega la autoridad del hogar, el hombre
está en rebelión contra la trama y estructura de la vida, y contra la vida misma. La obediencia, pues, lleva la
promesa de la vida.